Santa Teresa de Lisieux decía que mejor que hablar de Dios es hablar con Dios, porque en las conversaciones con los demás siempre se puede introducir el amor propio. Tiene razón. Aunque, para dar testimonio a los demás, también tenemos que hablar.
De cualquier manera, sin duda antes que nada tenemos que amar a Dios con ese amor que es la base de la vida cristiana y que se expresa en la oración, en la realización de su voluntad.
Hablar, por lo tanto, con los prójimos, pero hablar antes que nada con Dios. Hablar, ¿cómo!
Con la simple oración de todo cristiano; pero también verificando, durante la jornada, a través de alguna oración muy breve, si nuestro corazón está verdaderamente en él, si es él el Ideal de nuestra vida; si verdaderamente lo ponemos en el primer lugar en nuestro corazón; si lo amamos sinceramente con todo nuestro ser.
Me refiero a esas oraciones instantáneas que se le aconsejan sobre todo a quien se encuentra en medio del mundo y no tiene tiempo de orar largamente. Son como flechas de amor que parten de nuestro corazón hacia Dios, como dardos de fuego; son las que llamamos jaculatorias, que etimológicamente significan precisamente dardos, flechas. Constituyen una magnífica manera de orientar el corazón hacia Dios.
En la liturgia eucarística de este mes, en la Iglesia católica, se encuentra un versículo que se puede considerar como una jaculatoria, hermosísimo, y que viene al caso. Dice así:
«Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti».
“Señor, tu eres mi único bien”, podemos decir. Tratemos de repetirlo durante el día, especialmente cuando los distintos apegos querrían arrastrar nuestro corazón a las cosas, a las personas, o a nosotros mismos. “Señor, tu eres mi único bien” -digamos entonces-, no esa cosa, no esa persona, no yo mismo; tú eres mi único bien, y nada más”.
Tratemos de repetirlo cuando la ansiedad, o el apuro, nos llevarían a hacer mal la voluntad de Dios del presente: “¡'Eres tú, Señor, mi único bien', y no aquello en lo que mi avidez, mi orgullo, quisieran saciarse!”.
Hagamos la prueba de repetirlo a menudo. Repitámoslo cuando alguna sombra ofusca nuestra alma o cuando el dolor llama a la puerta. Será una forma de prepararnos al encuentro con él.
«Señor, tú eres mi bien, no hay nada superior a ti».
Estas simples palabras nos ayudarán a tener confianza en él, nos entrenarán a convivir con el Amor y así, cada vez más unidos a Dios y llenos de él, pondremos y volveremos a poner las bases de nuestro ser verdadero, hecho a su imagen.
De este modo todo fluirá bien en la vida, en el sentido justo. Entonces sí que cuando abramos la boca lo nuestro no serán palabras, o peor, charlatanería, sino dardos también ellas, capaces de abrir los corazones para que reciban a Jesús.
Tratemos entonces de aprovechar cada ocasión que se nos presente para pronunciar esas simples palabras y, al final del día, podremos tener la confirmación de que han sido una medicina para el alma, un tónico, y habrán hecho – como diría Santa Catalalina – que nuestro corazón sea lámpara encendida.
Chiara Lubich
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