El evangelista Mateo inicia su Evangelio recordando que ese Jesús, del cual está por relatar su historia, es el Dios-con-nosotros, el Emanuel, y la concluye con las palabras que citamos al comienzo, con las cuales Jesús promete que permanecerá siempre con nosotros, también después de haber vuelto al Cielo. Hasta el fin de los tiempos será el Dios-con-nosotros.
Jesús dirige estas palabras a los discípulos después de haberles confiado la misión de ir por todo el mundo llevando su mensaje. Era perfectamente consciente de que los enviaba como ovejas en medio de lobos y que habrían sufrido contrariedades y persecuciones. Por eso, justamente porque no quería dejarlos solos, en el momento en el cual está por ir les promete que ¡va a permanecer! Ya no lo verán con sus ojos, no sentirán más su voz, ya no podrán tocarlo, pero él estará presente en medio de ellos como antes, incluso más que antes. En efecto, si hasta entonces su presencia estaba localizada en un lugar determinado, en Cafarnaún, en el lago, en el monte o en Jerusalén, de ahora en adelante estará en cualquier parte que estén sus discípulos.
Jesús nos tenía presentes también a nosotros, que habríamos tenido que vivir sumergidos en la existencia compleja de cada día. Dado que era Amor encarnado, habrá pensado: quisiera estar siempre con los hombres, quisiera compartir con ellos cualquier preocupación, quisiera aconsejarlos, quisiera caminar con ellos por las calles, entrar en sus casas, renovar con mi presencia su alegría.
Por eso quiso permanecer con nosotros y hacernos sentir su cercanía, su fuerza, su amor.
El Evangelio de Lucas relata que, después de haberlo visto ascender al Cielo, los discípulos “volvieron a Jerusalén con alegría”. ¿Cómo era posible? Habían experimentado la realidad de sus palabras.
También nosotros seremos plenamente felices si creemos de verdad en la promesa de Jesús.
«Yo estaré siempre con ustedes hasta el fin del mundo»
Estas palabras, las últimas que Jesús dirige a sus apóstoles, marcan el final de su vida terrenal y, al mismo tiempo, el comienzo de la vida de la Iglesia, en la cual está presente de diversas maneras: en la Eucaristía, en su Palabra, en los ministros (los obispos, los sacerdotes), en los pobres, en los pequeños, en los marginados…, en todos los prójimos.
A nosotros nos gusta subrayar una presencia particular de Jesús, la que él mismo, siempre en el Evangelio de Mateo, nos ha señalado: “Donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos”. Mediante esta presencia él quiere establecerse en cualquier lugar.
Si vivimos lo que él nos propone, especialmente su mandamiento nuevo, podemos probar esa presencia suya también fuera de los templos, en medio de la gente, en los lugares donde uno vive, por todas partes.
Lo que se nos pide es ese amor recíproco, de servicio, de comprensión, de participación en los dolores, en las preocupaciones y las alegrías de nuestros hermanos; ese amor que todo cubre, que todo perdona, típico del cristianismo.
Vivamos así, para que todos tengan la posibilidad de encontrarse con él ya en esta tierra.
Chiara Lubich
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