¡Un Dios que nos habla a nosotros como amigos! El antiguo pueblo de Israel se sentía orgulloso de tener un Dios tan cercano, que le daba leyes y normas tan justas, como leemos en este pasaje del Deuteronomio, que forma parte del Antiguo (y Primer) Testamento.
Precisamente porque la Palabra de Dios tiene un encanto extraordinario, existe el peligro de creer que, una vez que se la ha escuchado, ya está todo hecho; en cambio la Palabra tiene que ser vivida. Esa es la cuestión.
También el Apóstol Santiago, en el Nuevo Testamento, advertía a los primeros cristianos: “Pongan en práctica la Palabra y no se contenten sólo con oírla, de manera que se engañen a ustedes mismos”. Lo mismo enseñaba Moisés cuando se dirigía a todo el pueblo con estas palabras:
«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica»
Por lo tanto, escuchar la Palabra y vivirla.
Por otra parte, en las palabras de Jesús está presente él mismo, sus palabras son él mismo, y dado que son eternas, son siempre actuales en cada momento; universales, por lo tanto válidas para todos, más allá de cualquier raza o cultura; no son simples exhortaciones, sugerencias, órdenes, como pueden ser las palabras humanas: ellas contienen y trasmiten la Vida.
Jesús, al final de su gran sermón de la montaña, nos dejó a este propósito una famosa parábola: al que escucha con entusiasmo sus palabras, pero luego no las pone en práctica, lo compara con una casa construida sobre arena; llegan los vientos y las lluvias, es decir, otras propuestas humanas más fáciles y seductoras, doctrinas que encantan e ilusionan con brillos pasajeros, y esa persona se desmorona porque en ella el mensaje evangélico no se ha vuelto vida.
«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica»
Luego Jesús compara, al que pone en práctica su Palabra, con una casa construida en la roca: pueden venir las pruebas, las tentaciones, las dudas, las desorientaciones, pero esa persona se mantiene firme en el camino del Evangelio, sigue creyendo en las Palabras de Dios porque ha probado con la vida que son verdaderas.
Vivir la Palabra de Dios provoca una auténtica revolución en nuestra vida y en la de la comunidad humana con la cual compartimos el Evangelio.
«Y ahora, Israel, escucha los preceptos y las leyes que yo les enseño para que las pongan en práctica»
Las palabras de Jesús se deben vivir con la simplicidad de los niños. El dice: “Den y se les dará” (Lc 6,38). ¡Cuántas veces hemos podido experimentar que cuanto más damos, más recibimos! Cuántas veces nos hemos encontrado con las manos llenas, porque todas las veces que hemos dado a quien pasaba necesidades, nos hemos vuelto a encontrar con cien veces más. ¿Y cuando no teníamos nada que dar? ¿No ha dicho Jesús: “Pidan y se les dará” (Mt 7,7)? Pedíamos… y nuestra casa se llenaba de todo tipo de cosas para poder dar más todavía.
Cuando estamos agobiados por las preocupaciones, debido a alguna situación que parece que supera nuestras fuerzas, por la angustia que nos paraliza, recordemos las Palabras de Jesús: “Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados…” (Mt 11,28), y volcando en él cualquier inquietud, veremos que vuelve la paz y, con ella, la solución a nuestros problemas.
La Palabra de Dios rompe nuestro yo, anula el egoísmo, sustituye nuestro modo de pensar, de querer, de actuar con el de Jesús. Viviéndola, va entrando en nosotros la lógica divina, la mentalidad evangélica y vemos todo con ojos nuevos; cambian también nuestras relaciones con los demás; personas que antes no se conocían, viviendo la Palabra de Dios y comunicándose las experiencias que ella suscita, se reconocen hermanos, se vuelven pueblo, Iglesia viva. Una sola Palabra del Evangelio vivida por muchos podría cambiar el curso de la historia.
La Palabra de Dios, si se la vive, produce milagros. Nace así, en nuestro corazón, una confianza nueva, ilimitada, en el amor del Padre que asiste a sus hijos con su intervención cotidiana. Sus palabras son verdaderas: si las vivimos, también él las pone en práctica, al pie de la letra, y nos da lo que promete: el céntuplo en esta tierra, la plenitud de la vida y la alegría sin término del Paraíso.
Chiara Lubich
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