Llama la atención este pedido tan exigente y radical. No se dirige sólo a una categoría particular de personas, como los misioneros, los religiosos, que tienen que estar libres para ir a cualquier parte a anunciar el Evangelio. Tampoco es para momentos excepcionales, como los tiempos de persecución, cuando al discípulo no sólo se le pide que deje los bienes, sino que entregue la vida misma por permanecer fiel a Dios. Jesús dirige estas palabras a todos. Todos, por lo tanto, podemos responder.
Es una de las condiciones para seguir a Jesús, sobre la cual Lucas insiste en el Evangelio: “Vendan sus bienes y denlos como limosna… Porque allí donde tengan su tesoro, tendrán también su corazón”; “Ningún servidor puede servir a dos señores… No se puede servir a Dios y al Dinero”; “¡Qué difícil será para los ricos entrar en el Reino de Dios”.
«Cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
¿Por qué Jesús insiste tanto sobre el desapego de los bienes, hasta convertirlo en una condición indispensable para poder seguirlo? ¡Porque la primera riqueza de nuestra existencia, el verdadero tesoro es él! Por eso invita a dejar de lado todos esos ídolos –los “haberes”– que pueden ocupar el lugar de Dios en nosotros.
Jesús nos quiere libres, con el alma desocupada de todo apego y de toda preocupación, para que podamos amar verdaderamente con todo el corazón, la mente y las fuerzas. Los bienes son necesarios para vivir, pero deben ser usados con el mayor desprendimiento. Tenemos que estar dispuestos a dejar de lado cualquier cosa, si llegara a ocupar el primer lugar en nuestro corazón. En el que sigue a Jesús no hay espacio para la avaricia, la complacencia en las riquezas, la búsqueda excesiva de comodidades y seguridades.
Nos pide que renunciemos a los haberes también porque quiere que nos abramos a los demás, que demos cabida y amemos al prójimo como a nosotros mismos: la renuncia a los propios bienes es en beneficio del prójimo. En el discípulo de Jesús no caben la codicia, ni el encierro ante el pobre.
«Cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
¿Cómo vivir, entonces, esta “Palabra de vida”? El modo más simple de “renunciar” es “dar”. Dar a Dios amándolo, ofreciéndole nuestra vida para que la use como quiera, preparados para hacer siempre su voluntad. Luego, para demostrarle ese amor, amemos a nuestros hermanos y hermanas, dispuestos a jugarnos a fondo por ellos.
Aunque no nos parezca, tenemos muchas riquezas para poner en común: tenemos afecto en el corazón que podemos dar, cordialidad que podemos expresar, alegría que comunicar; tenemos tiempo para poner a disposición, oraciones, riquezas interiores para compartir; a veces tenemos cosas: libros, ropa, medios de transporte, dinero…
Demos sin pensarlo demasiado: “Pero esto me puede servir en tal o cual ocasión…”. Todo puede ser útil pero, mientras tanto, al seguir esas sugerencias, se infiltran en nuestro corazón muchos apegos y se crean siempre exigencias nuevas. No, tratemos de quedarnos solamente con lo que nos hace falta. Tengamos cuidado de no perder a Jesús por una suma guardada, por algo de lo que podríamos prescindir.
«Cualquiera de ustedes que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo»
Por un “todo” que se pierde, hay un “todo” que se encuentra, muchísimo más valioso. Y, creámoslo, quien se beneficiará seremos justamente nosotros, porque en lugar de lo poco o mucho que hemos dado, tendremos como recompensa la plenitud de la alegría y de la comunión con Dios. Nos convertiremos en verdaderos discípulos.
Si el dar un vaso de agua tendrá su recompensa, ¿qué recompensa tendrá quien da todo lo que puede por Dios en el hermano y en la hermana? Da fe de ello uno de los tantos episodios de los que continuamente me informan muchos de los que viven con nosotros la “Palabra de vida”.
Un padre de familia de Caracas, Venezuela, se quedó sin trabajo. Dos semanas más tarde se enfermó gravemente. En esos mismos días, le robaron el auto. Para él y su familia eran momentos muy difíciles. A ello se sumó que, al poco tiempo, deberían dejar el departamento porque no podían pagar el alquiler.
Al mismo tiempo, un amigo de ellos, también pobre, advirtió interiormente el impulso de responder de una manera más plena al amor de Dios, y de vivir la Palabra según el ejemplo de los primeros cristianos, que ponían todo en común.
Esa noche confió ese deseo a su esposa y juntos decidieron ceder parte de su casa a aquella familia. Su propia pobreza no podía ser un motivo para dejarlos en la calle. La casa, sin embargo, todavía no está terminada… Al día siguiente llegó, inesperadamente, una ayuda económica para terminar de construir la parte de la casa que faltaba.
Chiara Lubich
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