Se acerca Navidad, el Señor está por venir, y la liturgia nos invita a prepararle el camino. El, que entró en la historia hace dos mil años, quiere entrar en nuestra vida, pero en nosotros el camino se encuentra erizado de obstáculos. Hay que aplanar los desniveles del terreno, sacar las rocas del medio. ¿Cuáles son esos obstáculos que pueden obstruir el camino a Jesús?
Son todos los deseos no conformes a la voluntad de Dios que surgen en nuestra alma, son los apegos que la encadenan; deseos de hablar o callar cuando se tiene que hacer lo contrario; deseos de afirmación, de estima, de afecto; deseos de cosas, de salud, de vida… cuando Dios no lo quiere; deseos peores: de rebelión, de juicio, de venganza… Surgen en nuestra alma y la invaden por completo. Es necesario apagar estos deseos con decisión, quitar estos obstáculos, volvernos a poner en la voluntad de Dios y así preparar el camino del Señor.
«El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo»
Pablo dirige esta Palabra a los cristianos de su comunidad, que al haber experimentado el perdón de Dios, son capaces a su vez de perdonar a quien comete injusticia contra ellos. Sabe que están particularmente habilitados para traspasar los límites naturales en el amor: incluso, hasta dar la vida por los enemigos. Dado que Jesús y el Evangelio los han hecho nuevos, encuentran la fuerza para ir más allá de las razones y de las ofensas y de tender a la unidad con todos.
Pero el amor late en fondo de todo corazón humano, por lo que cada uno puede poner en práctica esta Palabra. Dice la sabiduría africana: “Haz como la palmera: le tiran piedras y ella deja caer dátiles”. Por eso, no basta con no responder a una injusticia, a una ofensa… se nos pide más que eso: hacer el bien a quien nos ha hecho mal, como recuerdan los apóstoles: “No devuelvan mal por mal, ni injuria por injuria: al contrario, retribuyan con bendiciones”; “No te dejes vencer por el mal. Por el contrario, vence al mal haciendo el bien”.
«El Señor los ha perdonado: hagan ustedes lo mismo»
¿Cómo vivir esta Palabra?
En la vida de todos los días siempre habrá alguien, pariente, compañero de estudio o de trabajo, amigo, que nos ha ofendido de alguna manera, nos ha tratado de manera injusta, nos ha hecho algún daño… A lo mejor no nos pasa por la cabeza la idea de la venganza, pero puede quedar en el corazón un sentimiento de rencor, hostilidad, amargura o quizás solamente indiferencia, que impide una auténtica relación de comunión.
¿Qué hacer, entonces?
Levantémonos por la mañana con una “amnistía” completa en el corazón, con ese amor que todo lo cubre, que sabe aceptar al otro como es, con sus límites, sus dificultades, tal como haría una madre con su propio hijo que se equivoca: lo excusa siempre, lo perdona siempre, espera siempre en él…
Acerquémonos a cada uno viéndolo con ojos nuevos, como si nunca hubiera incurrido en esos defectos. Volvamos a comenzar siempre de nuevo, sabiendo que Dios no sólo perdona, sino que olvida; y esa es la medida que requiere también de nosotros.
Eso fue lo que sucedió con un amigo nuestro en un país en guerra, que vio masacrar a sus padres, al hermano y a muchos amigos. El dolor lo hizo caer en una profunda rebelión y el deseo de un castigo tremendo para los verdugos, proporcional a su culpa.
Aunque le volvían continuamente a la mente las palabras de Jesús sobre la necesidad del perdón, le parecía imposible vivirlas. “¿Cómo puedo amar a los enemigos?”, se preguntaba. Se necesitaron meses y mucha oración hasta que comenzó a encontrar un poco de paz.
Pero cuando, pasado ya un año, se enteró de que los asesinos no sólo eran conocidos por todos, sino que circulaban libremente por el país, el rencor le volvió con toda su fuerza y comenzó a pensar cómo se comportaría de encontrarse con ellos, sus “enemigos”. Le imploró a Dios que lo aplacara, que una vez más lo hiciera capaz de perdonar.
“Ayudado por el ejemplo de los hermanos con los cuales trato de vivir el Evangelio –cuenta– comprendí que Dios me pedía que no anduviera detrás de esas quimeras, sino que por el contrario concentrara mi atención en amar a los que ahora tenía al lado, los colegas, los amigos… Poco a poco, en el amor concreto a los hermanos encontré la fuerza de perdonar hasta el fondo a los asesinos de mi familia. Hoy mi corazón está en paz”.
Chiara Lubich
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