El amor de Dios incluye a todos, es universal. Abarca al universo entero y presta atención a la más pequeña de sus criaturas. Todo el poema (el Salmo), del cual se tomó esta Palabra de Vida es un himno a él, “grande en el amor”, inclinado sobre cada ser viviente, atraído por sus necesidades.
Cada criatura es retratada en un gesto de invocación: tiene necesidad de alimento y con ello de lo indispensable para su existencia, y Dios abre su mano con generosidad. Se ocupa de cada uno, sostiene al que es débil y corre peligro de caer1, conduce al extraviado otra vez al camino recto.
«El Señor está cerca de aquellos que lo invocan, de aquellos que lo invocan de verdad»
No es un Dios ausente, distante, indiferente ante el destino de la humanidad, como tampoco ante el destino de cada uno de nosotros. Lo comprobamos muchas veces. Pero también es cierto que en otros momentos probamos la lejanía y nos sentimos solos, inseguros, confundidos ante situaciones que parecen desbordarnos.
Aparecen entonces la rebelión o el sentimiento de antipatía hacia algún hermano o hermana. Puede que también nos pesen situaciones que se arrastran por años en la familia, en la comunidad de trabajo: pequeñas o grandes diferencias, celos, envidias, tiranías. O que nos sintamos sofocados por un mundo que puede parecernos endurecido por las pasiones, la competencia desmedida, un mundo carente de ideales, de justicia y de esperanza.
“¿Señor, dónde estás?”, parece gritar nuestro corazón. “¿Me amas de verdad? ¿Nos amas de verdad? Si es así, ¿por qué todo esto?”
Es entonces que la Palabra de Vida hace renacer una certeza: no estamos solos en nuestra aventura humana.
«El Señor está cerca de aquellos que lo invocan, de aquellos que lo invocan de verdad»
Es una invitación a reavivar la fe. Dios está y nos ama. Puedo y tengo que reafirmarlo en cada acción, frente a cada acontecimiento: Dios me ama. ¿Estoy con alguien?: tengo que creer que a través de esa persona Dios me quiere decir algo. ¿Me ocupo de una tarea?: en ese momento sigo teniendo fe en su amor. ¿Sobreviene el dolor?: creo que Dios me ama. ¿Llega una alegría?: Dios me ama.
El está aquí conmigo, siempre, sabe todo de mí y comparte cada uno de mis pensamientos, cada alegría, cada deseo, sobrelleva conmigo cada preocupación, cada prueba de mi vida.
¿Cómo reavivar esta certeza? He aquí algunas sugerencias.
Lo dice él mismo: invocándolo. El Señor ya estaba en la barca de Pedro cuando estalló la tempestad, y sin embargo los discípulos se sentían solos e indefensos porque él dormía. Entonces lo llamaron: “¡Sálvanos, Señor, nos hundimos!”2, y él calmó el viento y las aguas.
Jesús mismo, en la cruz, dejó de sentir la cercanía del Padre. Lo invocó con su más angustiosa oración: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”3. Creyó así en su amor, se volvió a abandonar en El, y El lo resucitó de la muerte.
¿Cómo reavivar además la fe en su presencia?
Buscándolo en medio de nosotros. El ha prometido estar allí donde dos o más están unidos en su nombre4. Encontrémonos entonces en el amor recíproco del Evangelio con aquellos que viven la Palabra de Vida, compartamos las experiencias y probemos los frutos de esa presencia suya: alegría, paz, luz, coraje.
El permanecerá con cada uno de nosotros y seguiremos sintiendo que está cerca, y que obra en nuestra vida de cada día.
Chiara Lubich
1) Cf Sal 144, 14;
2) Mt 8, 25;
3) Mt 27, 46;
4) Cf Mt 18, 20.
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