En el último discurso de Jesús, el amor es el punto central: el amor del Padre al Hijo, el amor a Jesús, que consiste en observar sus mandamientos.
A los que escuchaban a Jesús no les costaba reconocer en sus palabras un eco de los libros sapienciales: El amor es la observancia de sus leyes y fácilmente la contemplan –la Sabiduría– los que la aman . Y sobre todo, el manifestarse a quien lo ama encuentra su paralelo en el Antiguo Testamento, en el libro de la Sabiduría (Sb 1, 2), donde se dice que el Señor se manifiesta a los que creen en Él.
Pues bien, el sentido de esta Palabra que proponemos es: el que ama al Hijo es amado por el Padre y también es amado por el Hijo, el cual se le manifiesta.
«El que me ama será amado por mi Padre, y también yo lo amaré y me manifestaré a él».
Pero para que Jesús se manifieste hay que amar.
No se concibe un cristiano que no posea ese dinamismo, esa carga de amor en el corazón. Un reloj no funciona, no da la hora –y se puede decir que ni siquiera es un reloj– si no anda. De la misma manera, un cristiano que no esté siempre dispuesto a amar, no merece el nombre de cristiano.
Y es porque todos los mandamientos de Jesús se resumen en uno solo: amar a Dios y al prójimo, y en el prójimo ver y amar a Jesús.
El amor no es mero sentimentalismo, sino que se traduce en vida concreta, en servicio a los hermanos, especialmente a los que tenemos al lado, empezando por las cosas pequeñas, por los servicios más humildes.
Dice Carlos de Foucauld: Cuando uno ama a alguien, está realmente en él, está en él con el amor, vive en él con el amor, ya no vive en sí mismo, está «despojado» de sí, está «fuera» de sí .
Este amor abre camino en nosotros a su luz, la luz de Jesús, tal como Él prometió: A quien me ama… me manifestaré . El amor es fuente de luz. Amando comprendemos más a Dios, que es amor.
Y esto hace que amemos aún más y que la relación con nuestros prójimos sea más profunda.
Esa luz, ese conocimiento amoroso de Dios es, por lo tanto, el sello, la prueba del amor verdadero. Y lo podemos experimentar de distintos modos, porque en cada uno de nosotros la luz adquiere un color, una tonalidad propia. Pero tiene características comunes: nos ilumina sobre la voluntad de Dios, nos da paz, serenidad y una comprensión siempre nueva de la Palabra de Dios. Es una luz cálida que nos estimula a caminar por la senda de la vida de una manera cada vez más segura y ligera.
Cuando las sombras de la existencia nos hagan incierto el camino, o incluso cuando nos paralice la oscuridad, esta Palabra del Evangelio nos recordará que al amar se enciende la luz y que un gesto concreto de amor, por pequeño que sea (una oración, una sonrisa, una palabra), es suficiente para ofrecernos un destello que nos permita seguir adelante.
Cuando vamos en bicicleta por la noche, al pararnos nos quedamos a oscuras, pero si nos ponemos a pedalear de nuevo, la dinamo dará la corriente necesaria para ver el camino. Así sucede en la vida: basta con volver a poner en marcha el amor, el verdadero, el que da sin esperar nada, para encender de nuevo en nosotros la fe y la esperanza.
Chiara Lubich
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