Si no hubiese sido por un grupo de amigas, maestras de una escuela para niños de la calle, por lo tanto muy conocedoras de lo que es la miseria y las carencias de todo tipo, no hubiera nunca descubierto este aspecto de mi ciudad; los pobres. Sin embargo, Saigón, o como la llamamos ahora, Ho Chi Minh City, es también esto: pobreza, carestía, sufrimiento. En Navidad y para las grandes fiestas, se acostumbra pasear, tal vez cerca o detrás de las famosas cervecerías y buscar, en verdaderos y reales tugurios, mal olientes e infestados de ratones, a algunas familias pobres o más bien paupérrimas. Creía haber visto la pobreza en Tailandia, entre los prófugos Karen y emigrantes en las montañas del Norte y en los canales sucios de Bangkok, pero lo que vi hoy en Saigón, en la “Milán del Vietnam”, nunca lo habría imaginado. Pequeñas habitaciones, habitadas por 12 personas, y en ocasiones tres perros. Me producía náuseas, a tal punto, cuando entraba en esos lugares, que con esfuerzo me quedaba. Pero después, al ver los rostros de esos niños que se iluminaban, de esas madres que me miraban intensamente para decirme “gracias” cuando les ofrezco una bolsa con 5 kilos de arroz, me siento recompensada y me vienen deseos de vivir y como la alegría que uno siente cuando se seca después de una lluvia que te ha empapado totalmente. Y además están los pesebres de Saigón, son muchas estrellas cometa encima de las casas de muchas familias y además algunos callejones completamente iluminados, que dan color y un calor muy particular a esta ciudad, que no es para nada “fría”, impersonal, separada: y ni siquiera atea. Se ven las estrellas y los pesebres, porque los descubres por todos lados, y se te aparecen en muchos ángulos de las calles: los descubres casi de repente. Entre todos ellos, me impresionaron los pesebres de los mercados populares, de noche, casi al abrigo de la basura de un día entero: o también aquellos en un callejón perdido de la periferia, pero iluminado a causa de dos grandes pesebres armados justo en esa calle. Y después, en la parte de arriba de las casas, de noche, las estrellas fluorescentes que se encienden de forma intermitente. Volviendo esta noche a mi casa, después de que giré visitando a los pobres, miraba este espectáculo que me llenó de un gran sentido de gratitud: aunque estoy lejos de mi casa, no me falta el verdadero sentido de la Navidad. El Papa Francisco, el año pasado, dijo: «La Navidad es la fiesta de la debilidad, porque se festeja a un niño, signo de fragilidad, de pequeñez, de humildad y amor». Hoy comprendo un poco mejor esas palabras: esta noche que dejo a mis espaldas, porque ya es casi de mañana, estuvo iluminada por el amor que vi entre la gente que fue para ayudar, socorrer, mostrar cercanía al que sufre. Todavía una vez más, la noche cultural en la que vivimos está siendo iluminada por estos “pesebres vivos”, por gente, que hizo de ese Niño la verdadera razón de su propia vida. Y comprendí que el mensaje verdadero de la Navidad no ha muerto, sino que ese mensaje de amor, de comprensión, de ternura está vivo, y yo lo vi: estaba concentrado en el gesto de tomar en brazos un pequeño niño discapacitado de 3 años y estrecharlo fuerte a mi pecho. Y ese niño que se dejó levantar por este rostro desconocido. Toda la tecnología de los presentes y futuros robots (la nueva “frontera comercial” procedente de Asia y de la cual se habla mucho) no lograrán nunca realizar este milagro: el amor. Porque el amor es gratis. El amor no es un deber y nadie te lo puede ordenar o programar. Es un don que nace dentro. He visto rostros que se iluminaron y que creen que la vida, mañana por la mañana, irá adelante y que será un día más lindo que el de ayer. No me falta mi Europa en esta Navidad. Porque donde está el amor está también mi casa. También Saigón es mi casa.
Poner en práctica el amor
Poner en práctica el amor
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