El abuelo de Mirvet Kelly era Diácono: «Recuerdo la alegría de ir con él, cuando era chica, cada domingo a la Divina Liturgia sirio-ortodoxa. Orgullosa, lo miraba vestido de blanco recitar desde el altar sus oraciones». En Ad Homs, en Siria, donde Mirvet creció, están presentes varias Iglesias: la armenio-apostólica, la greco-ortodoxa y católica de varios ritos, la maronita, la melquita y la sirio-católica. Antes de la guerra, estando unidos a la propia iglesia, los fieles asistían también a otra iglesia sin problemas. No obstante esto, por conversaciones aquí y allá, ella percibía también las dificultades de esta pluralidad, por ejemplo que un joven no había podido casarse con su novia porque era católica, o viceversa. «Creciendo- continúa- muchas cosas cambiaron: el abuelo falleció y la Divina Liturgia me parecía larga y anticuada. En la escuela era la única cristiana en medio de muchos musulmanes. En Navidad y Pascua era la única que me ausentaba de la escuela y cuando volvía mis compañeros me hacían muchas preguntas a las que no sabía responder: “¿Por qué existen tantas Iglesias? ¿Por qué el Jesús de ustedes es crucificado y resucita en fechas distintas, según las Iglesias?”. Con otras amigas decidimos no volver a pertenecer a una u otra iglesia sino ser cristianas y basta. Y como muchas de ellas, también yo dejé de asistir a mi Iglesia». Después de algunos años, Mirvet encontró un grupo que trataba de vivir el Evangelio a la luz de la espiritualidad de los Focolares. «Con ellas descubrí que Dios es Padre de todos y que todos somos amados por Él como hijos. Mi vida comenzó a cambiar. Cada vez que trataba de amar, yendo por ejemplo a visitar a los ancianos y a los pobres, la alegría y la paz me llenaban el corazón. Un día, en un escrito de Chiara Lubich encontré la frase: “Debemos amar a la Iglesia de los otros como a la propia”. Yo no sólo no amaba a la Iglesia de los demás, sino que no amaba ni siquiera a la mía, que había criticado y abandonado. Hoy estoy agradecida a los Focolares que me acompañaron a integrarme nuevamente en ella. Comencé en el servicio, ayudando en el catecismo, en el coro y en otras instancias.Fue éste un primer paso para abrirme, en el tiempo, a conocer y amar también a las otras Iglesias». En ese momento, la historia de Mirvet, ya tan fecunda en el plano personal y ecuménico, tiene un nuevo salto de calidad. Advierte que Dios la llama a la extraordinaria aventura de donarse totalmente a Él. «En los distintos focolares donde viví – explica– me encontré siendo la única ortodoxa junto a católicas que eran de edades, países, idiomas, culturas, iglesias y pensamientos distintos. Tratar de vivir la unidad con todas estas diferencias es siempre un desafío, porque cada una de nosotras tiene sus propios gustos e ideas también en las pequeñas cosas. Pero cuando se trata de que la realidad del otro sea la propia, experimentamos que las diferencias se convierten en una riqueza. A menudo rezamos una por la Iglesia de la otra, en un crecimiento que es el mismo en la fe y en la relación con Dios. Y casi sin darnos cuenta llevamos el fruto de nuestra comunión a nuestras respectivas Iglesias, al trabajo, a la vida cotidiana. Parece una gota en el mar, pero también los pasos más pequeños, unidos a los de muchos otros en el mundo, pueden hacer la diferencia. En los países de Medio Oriente donde viví, por ejemplo, vi sacerdotes que ayudaban a las personas sin preguntarse a qué Iglesia pertenecían, o hacían proyectos entre Iglesias distintas a favor de muchos que se encontraban en necesidades, indiferentemente si eran cristianos o musulmanes. El año pasado, católicos y ortodoxos festejaron la Pascua el mismo día. Dos amigos sirios, que ahora viven en Viena, me contaban recientemente que ellos y muchos otros fueron ayudados por un párroco y por focolarinas católicas a encontrar la casa, las medicinas, el trabajo, y formaron un grupo en el que comparten y se ayudan en la común experiencia cristiana. Algunas sirias, que están ahora en USA me decían que son más de cincuenta los emigrantes sirio ortodoxos que se reúnen con periodicidad, una vez en la casa de los ortodoxos y otra en la de los católicos, experimentando que Dios está siempre con nosotros y que debemos rezar, vivir y amar a fin de que el testamento de Jesús: “Que todos sean uno”, se realice lo más pronto posible».
Poner en práctica el amor
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