La Palabra de este mes procede de un texto atribuido a Santiago –figura de relieve en la Iglesia de Jerusalén–, el cual recomienda al cristiano la coherencia entre el creer y el actuar. En el comienzo del versículo se subraya una condición esencial: «desechar toda abundancia de mal» para recibir la Palabra de Dios y dejarse guiar por ella, y de ese modo caminar hacia la plena realización de la vocación cristiana. La Palabra de Dios tiene una fuerza muy peculiar: es creadora, produce frutos buenos en la persona y en la comunidad, construye relaciones de amor entre cada uno de nosotros y Dios y entre las personas. Y, según dice Santiago, ya ha sido «sembrada» en nosotros. «Recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas». ¿Cómo es posible? Ciertamente, porque Dios pronunció ya en la creación una Palabra definitiva: el hombre es «imagen» de Él. De hecho cada criatura humana es el «tú» de Dios, llamado a la existencia para compartir la vida de amor y comunión de Dios. Pero, para los cristianos, es el sacramento del bautismo el que nos introduce en Cristo, Palabra de Dios que ha entrado en la historia humana. Así pues, en cada persona Él ha depositado la semilla de su Palabra, la cual llama a la persona al bien, a la justicia, a la donación y a la comunión. Esta semilla, acogida y cultivada con amor en nuestra «tierra», es capaz de producir vida y frutos. «Recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas». Un lugar claro donde Dios nos habla es la Biblia, que para los cristianos culmina en los Evangelios. Es preciso acoger su Palabra en la lectura amorosa de la Escritura; y si la vivimos, podemos ver sus frutos. También podemos escuchar a Dios en lo profundo de nuestro corazón, donde con frecuencia sentimos la injerencia de muchas «voces» y «palabras»: eslóganes y ofertas de opciones y modelos de vida, o también preocupaciones y miedos… ¿Cómo reconocer la Palabra de Dios y hacerle espacio para que viva en nosotros? Hace falta desarmar el corazón y «rendirnos» a la invitación de Dios de ponernos a escuchar con libertad y valentía su voz, que suele ser la más sutil y discreta. Y esta nos insta a salir de nosotros mismos y aventurarnos por los caminos del diálogo y del encuentro con Él y con los demás, nos invita a colaborar para hacer una humanidad más bella, en la que todos nos reconozcamos cada vez más hermanos. «Recibid con docilidad la Palabra sembrada en vosotros, que es capaz de salvar vuestras almas». En realidad la Palabra de Dios puede transformar nuestra vida cotidiana en una historia que nos libera de la oscuridad del mal personal y social, pero pide nuestra adhesión personal y consciente, aunque sea imperfecta, frágil y siempre en camino. Nuestros sentimientos y nuestros pensamientos se parecerán cada vez más a los del propio Jesús, nuestra fe y nuestra esperanza en el Amor de Dios saldrán reforzadas, a la vez que nuestros ojos y brazos se abrirán a las necesidades de los hermanos. Así lo sugería Chiara Lubich en 1992: «En Jesús veíamos una profunda unidad entre el amor que Él tenía por el Padre celestial y el amor a sus hermanos los hombres. Había una coherencia extrema entre sus palabras y su vida. Y esto fascinaba y atraía a todos. Así debemos ser también nosotros. Debemos acoger con la sencillez de los niños las palabras de Jesús y ponerlas en práctica con la pureza y luminosidad que tienen, con su fuerza y radicalidad, para ser discípulos como Él quiere, es decir, discípulos iguales a su Maestro: otros tantos Jesús dispersos por el mundo. ¿Podemos vivir una aventura más grande y más hermosa?»1. Letizia Magri 1 C. LUBICH, «Come il Maestro», en Città Nuova n. 36 (1992/4), p. 33.
Poner en práctica el amor
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