«El deseo de ser médico, que había nutrido desde siempre, se hizo todavía más fuerte cuando, años atrás, mi papá y mi hermano tuvieron un grave accidente. El hospital se convirtió en nuestra segunda casa, por una serie de operaciones en las piernas que mi padre tuvo que afrontar. En esos momentos comprendí las dificultades que tienen los pacientes para recibir el tratamiento adecuado, en especial aquellos que no cuentan con recursos económicos suficientes. “Seré médico – me dije- para ofrecer a todos la esperanza de una curación”. Pero mi familia tenía una situación económica precaria. Mi padre, por la discapacidad permanente que le provocó el accidente, ya no podía trabajar. A finalizar la escuela, mi deseo de estudiar medicina se rompió cuando mi mamá me dijo: “No tenemos los medios”. Lloré amargamente, pero después pensé: “Si Jesús lo quiere así, entonces también yo lo quiero”. Siempre hemos estado en contacto con el Focolar, y ellos conocían mi gran deseo. Algunos días después, me llamaron por teléfono para decirme que habían encontrado, a través de las organizaciones AMU y AFN, el modo para apoyarme económicamente. ¡Estaba tan feliz! Era un signo del amor de Dios. Empecé los estudios en la universidad. No todo era fácil. Todos los días tenía que tener una buena dosis de paciencia y perseverancia. En mi clase había estudiantes de religiones y culturas diferentes, y algunos de ellos eran prepotentes conmigo, pues mi carácter es más suave y tolerante. Siempre trataba de ser amiga de todos y de permanecer unida a Jesús, y de Él recibía la fuerza para afrontar cada dificultad. A veces dormía sólo dos horas debido a las toneladas de páginas que tenía que memorizar. No hacía otra cosa que estudiar, y sin embargo a veces me fue mal en algún examen, o me sentía triste por no poder salir con mis amigos. Además me hacía falta mi familia. Pero estaba segura de que Dios tenía un plan sobre mí. Durante la práctica trabajamos en los repartos con los pacientes, cumpliendo turnos de 30 o 36 horas consecutivas, y era realmente fatigoso. Había que hacer muchas cosas al mismo tiempo, asegurarse de que todos los pacientes recibieran el tratamiento y contemporáneamente tenía que estudiar para los exámenes. El encuentro con cada paciente era siempre una ocasión para amar. A pesar de estar cansada y con sueño, trataba de presentarme ante ellos con energía, de escucharlos con una sonrisa y con sentimientos de auténtica compasión. En el hospital los enfermeros tendían a ser bruscos con nosotros los estudiantes y nos daban órdenes. Sin embargo, trataba de acallar mi orgullo y de construir con ellos una relación amistosa. Después de algún tiempo cambiaron su actitud. En mi grupo había una estudiante que era conflictiva, siempre levantaba la voz contra nosotros, que éramos sus compañeros de curso y lo hacía incluso delante de los pacientes. Nadie la soportaba. Pensé: “Si yo no la quiero, ¿quién la va a querer?”. Empecé a comprenderla y también conocí sus dificultades, a quererla. Al principio era difícil, siempre quería algo para sí. Le pedí a Jesús que me diera el valor y la fuerza, para perseverar en esta actitud de comprensión. Al final también ella empezó a comprenderme y nos hicimos amigas. Si hay algo que he aprendido, es que también ante las cosas que no son fáciles, tú puedes llegar a ser más fuerte. Muchas veces he tenido el temor de no lograrlo, pero “recomenzar” ha sido el secreto que aprendí de Chiara Lubich. Ahora soy médico, he realizado mi sueño, y tengo muchas oportunidades para amar a Dios sirviendo a mis pacientes, recordando esa frase del Evangelio que dice “Cualquier cosa que hayas hecho al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hiciste”».
Poner en práctica el amor
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