«Lo que hayan hecho al más pequeño de mis hermanos, me lo han hecho a mí» (Mt 25,40): esta Palabra expresa de una manera definitiva quién es el hombre y cuál es su realidad. Esta interpretación del hombre es ciertamente un escándalo, no menor que el que Jesús suscitaba declarándose Hijo de Dios. En el nombre de la libertad de cada uno, de su identidad y peculiaridad, el hombre piensa poder cuestionar el hecho que se lo identifique con Jesucristo. El hombre quiere ser amado por sí mismo, por lo que es, no quiere ser degradado a una suerte de máscara de Jesús. Teme que ese mayor amor que él recibe por amor a Jesús sea algo que no lo tiene en cuenta, que le roba el amor que él quiere para sí mismo, y del cual tiene necesidad. Pero el que para amar a Jesús en el otro descuida al otro como persona, descuida también a Jesús. Y el que considera que reconocer la presencia de Jesús en el hombre significa disminuir su realidad, en realidad no ha entendido para nada la presencia de Jesús en el prójimo. Dado que Jesús se identificó con el hombre, Dios mismo, que es Amor, se identificó con él. Pero el amor no es un afirmarse a sí mismo que consume al otro y lo anula, es algo que se dona, y en esa donación ofrece al otro la libertad de poder ser él mismo. Jesús no me deja solo. Él está de mi lado, me acepta así como soy, y lo que me concierne, lo concierne también a él. Yo sigo siendo yo mismo, más aún, paso a ser plenamente yo mismo, justamente porque no me quedo solo. El misterio de Cristo es el misterio de todo hombre. ¿Qué significa para la persona con quien me encuentro y qué significa para mí y para mi vida? Con referencia al otro, significa que no estoy tratando con alguien que simplemente es un eslabón de una cadena, una arandela de un engranaje o un simple número en la gran cantidad de personas existentes. Cada vez que me encuentro con un rostro humano, me encuentro con Dios en su realidad incondicionada, me encuentro con esa voz que por encima de cualquier rostro humano pronuncia una vez más lo que dijo de Jesús en el monte de la Transfiguración: “Éste es mi hijo predilecto!” (Mc 9,7). Sin excepciones. El hombre no puede robarse a sí mismo su última dignidad. Por más que sea un criminal o un malhechor, yo nunca podré considerarlo un caso perdido. En cada uno me encuentro con Cristo, no porque es bueno o porque se lo merezca, y ni siquiera porque accedió a la luz divina en su vida, sino porque Dios lo adoptó de una manera irrevocable como hijo. Por cierto el hombre está sumergido en la vida divina por la gracia de Dios que dejó entrar en él, por la elección de creer personalmente, que se dio mediante el bautismo en el nombre de Jesús. Pertenecer a Jesús no es algo “automático”. Cuando una persona nace, Cristo ya asumió en él su vivir y su morir, su culpa y su extraviarse: todo fue asumido por la vida y la muerte de Cristo, que dio su vida por cada uno. Por ello, en cada prójimo nos encontramos con Jesús. Y nos encontramos con él en un modo particular en los últimos, en quien parece estar más lejos de él, en las personas en las que su rostro parece haberse oscurecido. ¿Cómo es posible? En la cruz, viviendo el abandono de Dios, haciéndose incluso pecado (2 Cor 5,21), Jesús se identificó con lo que está más lejos de Dios, que parece contraponerse más a él. Sólo descubriendo a Cristo en el prójimo y donando a cada uno ese amor humano que se dirige de una manera indivisa a él y al mismo Cristo, todo prójimo podrá descubrir su propia identidad con Jesús, su cercania a él, el estar plenamente asumido por él. (Extraído de: Klaus Hemmerle,“Offene Weltformel”, Neue Stadt, pág. 31-33)
Poner en práctica el amor
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