Vivió casi 30 años en el continente asiático, del que era un profundo conocedor y cuyos idiomas, en gran parte, hablaba. Se trata de Silvio Daneo, fallecido recientemente, quien dio un aporte importante en el ámbito del diálogo interreligioso, y no sólo en el Movimiento de los Focolares. En los últimos años se había dedicado a los más solos y marginados. Ahora descansa en el cementerio de Loppiano. “No es fácil describir en pocas palabras una vida intensa y llena de aventuras como la suya. En su reciente libro afirma que vivió ¡siete vidas!, en un continuo descubrimiento de la riqueza de lo divino en toda persona con quien se encontraba”. Con estas palabras María Voce, Presidente de los Focolares, recordó a Silvio Daneo, que durante su vida, para difundir la espiritualidad de la unidad, vivió en muchos países: Estados Unidos, Filipinas, China, Hong Kong, Macao, Taiwan, India, Thailandia, Pakistán, y luego Singapur, Malasia, Indonesia y Vietnam. El primer viaje lo afrontó cuando tenía 21 años en 1962. Iba a Estados Unidos, para hacer nacer, junto con otros dos focolarinos, el primer centro masculino del Movimiento en Norteamérica. Cuatro años después, se traslada al otro lado del mundo: con Guido Mirti, conocido en el Movimiento como Cengia, llega a las Filipinas. En Asia, a lo largo del tiempo, contribuyó al nacimiento de las comunidades de los Focolares en muchos países. Tenía un amor incondicional por la gente, sin esquemas fijos, orientado al bien de cada persona: ayudaba a todos con corazón generoso, para que pudieran percibir el amor divino a través del servicio concreto y cotidiano. Pocas palabras y muchos actos concretos. Un día acompañó a un joven del Movimiento a un templo budista para su ordenación. Durmió en el suelo durante varios días, comiendo lo que le daban los monjes, con temperaturas tropicales intensas, acosado por los mosquitos. Fue un gesto que marcó el comienzo del diálogo interreligioso en Thailandia. Silvio dio un aporte fundamental para conocer a los monjes budistas thailandeses. En 1995 organizó el primer encuentro entre el monje budista Phra Mahathongrattanathavorn y Chiara Lubich, y siguió luego los progresos del diálogo hasta que la salud se lo permitió. Silvio conocía a musulmanes, hindúes, parsis, gurúes y su relación con ellos era la búsqueda del bien de las personas que tenía delante. A mí personalmente, Silvio me dio mucho: a él le debo la apertura que siento dentro de mí por las grandes religiones y el hecho de no sentir obstáculos frente a personas que profesan un credo diferente al mío. “A menudo mencioné – decía en uno de sus libros – que, en cada uno de los países asiáticos en donde viví, y de los cuales traté de asimilar cultura y tradiciones, me vi enriquecido por el conocimiento de las varias tradiciones religiosas. Tuve muchas ocasiones concretas de conocer a personas de lo más variadas, y justamente a través de su testimonio de vida, oración, meditación, coherencia, dedicación a los demás, de honestidad en su actuar cotidiano, nació en mí la exigencia de conocer el contenido de las doctrinas que sus religiones enseñaban”. Juntos trabajamos en la apertura de un emprendimiento comercial en Vietnam, en 1990, con gran éxito. Un día, en Bangkok, nos quedamos sorprendidos al verlo inclinarse frente a algunos trabajadores que estaban construyendo la calle delante de nuestra casa. Les curaba sus heridas, y arrodillándose las desinfectaba y se las vendaba. Era un gesto impensable, sobre todo en esa época, que impresionó a aquellos obreros. Ellos mismos, algunos días después, por iniciativa y voluntad propias, construyeron la rampa de acceso a nuestra casa, sin querer dinero a cambio; cosa que nos impactó a todos. Silvio se reunía con obispos, sacerdotes cristianos, jefes musulmanes, rabinos y monjes budistas, y los saludaba a menudo en sus lenguas de origen, dejando atónitos a todos. “Si a alguien se le ocurriera elogiarme – escribía Silvio Daneo en la introducción de su último libro – involuntariamente cometería un error. Estoy convencido, por lo menos lo espero, de que he sido sólo un instrumento, incluso muchas veces bastante poco dócil. (…) Todo el mérito y los reconocimientos hay que dirigirlos a él, a Dios, el único capaz de realizar obras tan grandes”. En sus últimos años, ya en Roma, marcado por la enfermedad, no bajó la guardia, prodigándose por los presos, por la gente sola, abandonada, recogiendo alimentos y lo que podía serles útil. Hace un año lo vi mientras él hablaba con un grupo de monjes budistas thailandeses, y me di cuenta de cuánto la enfermedad lo había purificado. Le quedaba la sonrisa inconfundible y un rostro luminoso, a pesar del dolor. Porque la vida es eso también – pensé – saber llegar hasta el fondo conservando lo que tiene valor, saber transformar en amor, cada vez más fuerte, todo el dolor que nos llega.
Luigi Butori
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