Al año de la erupción del volcán Taal y en plena pandemia del Covid-19, en la ciudadela de los Focolares, la reciprocidad del amor realiza la reconstrucción de lugares y relaciones. “La vida continúa en la Mariápolis Pace. El amor recíproco es vivido entre nosotros con una intensidad que antes nunca habíamos experimentado, tal vez por los grandes sufrimientos que hemos tenido que afrontar juntos y que han hecho que nuestras relaciones fueran más profundas y más simples, nuestro amor y el cuidado del uno por el otro más tangibles y concretos, las sonrisas y la disponibilidad a detenernos y escucharnos más espontáneas y naturales”. Ting Nolasco, focolarina del centro del Movimiento ubicado en la localidad de Tagaytay, en las Islas Filipinas, cuenta cómo vive hoy la comunidad de los Focolares en el territorio, al año de la erupción del volcán Taal, el 12 de enero pasado. La destrucción que siguió tras la erupción, y que dejó toda el área alrededor del volcán, por kilómetros, cubierta de cenizas y lodo, con poblaciones evacuadas sin alimento, agua, ni electricidad, no impidió que lugares y comunidades se vieran renovados por la exigencia de reconstruir juntos estructuras y relaciones. “Ver la efusión de generosidad por parte de gente de todo el mundo que donaba bienes de primera necesidad –continúa Ting– y ver por la mañana el convoy de camiones que llegaba de lugares lejanos para ayudar a las personas en las zonas afectadas fue algo impresionante”. Los mismos focolarinos, los jóvenes, las familias y los religiosos habitantes de la Mariápolis Pace se vieron obligados a abandonar el lugar y algunos fueron recibidos en una casa que luego “se transformó” en un centro logístico para la distribución de los bienes de primera necesidad. Una vez que pasó la emergencia se empezó la reconstrucción, ulterior ocasión para ver actuar la generosidad de muchas familias, estudiantes; gente que había recibido apoyo desde los centros, se ofreció para ayudar, incluso arriesgando su incolumidad, “como expresión de gratitud y de reciprocidad por lo que habían recibido”. El ambiente circunstante también parece haber adquirido vida: “Los alrededores, que antes eran grises y aparentemente estaban muertos, ahora han estallado en una manifestación de colores y abundancia de vegetación –dice Ting– ; flores, árboles, frutas y verduras crecen más vigorosos gracias al abono natural que la caída de las cenizas mezclada con el terreno ha producido. Es una experiencia de resurrección”. meses después de la erupción, sin embargo, el estallido de la pandemia del Covid-19 volvió a poner de rodillas a la Ciudadela, pero sin frenar el camino de la nueva vida que había surgido: “Se notó un impulso a vivir por los demás –sigue contando Ting– sobre todo en quienes se comprometieron en primera línea. Los niños prepararon tarjetas alusivas para mostrarles su amor y su aprecio. Con la ayuda de nuestras familias, realizamos 2.500 viseras para repartir en los hospitales, centros sanitarios, la Cruz Roja, municipios y escuelas. Como contrapartida llegaron donaciones que cubrieron los gastos y permitieron comprar otros bienes de primera necesidad y repartir dinero a las familias. En todos los casos hemos constatado la mano de Dios que actúa”. “Dios nos ha permitido afrontar estas dos aparentes calamidades para que pudiésemos experimentar su inmenso amor y ver la bondad en el corazón de la gente”.
Claudia Di Lorenzi
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