Dejar que Dios conduzca nuestros pasos y descubrir que su amor, también en el silencio, no se olvida de nuestras fatigas. Ángel Canó, abogado, focolarino casado de República Dominicana cuenta su experiencia. En el año 2001, estudios médicos de rutina detectaron un prolapso “leve” de la válvula mitral de mi corazón. Inesperadamente, a finales del 2020, la situación se agravó y el cardiólogo confirmó la presencia de una verdadera “una bomba de tiempo” en mi corazón. Junto a Margarita, mi esposa, también ella focolarina casada, asumimos con mucha paz el diagnóstico, poniéndonos en las manos de Dios. Decidimos hablar con nuestros hijos, Angel Leonel y Zoila, que es médica especializada en los Estados Unidos. Ella observó los estudios con un cardiólogo y consultó a un colega del centro donde ella trabaja en Nueva York, quien confirmó la necesidad de una operación. Con Margarita pasamos la noche antes de la intervención quirúrgica con mucha paz, preparándome físicamente, mentalmente y espiritualmente para lo que me esperaba. Estábamos confiados y, al día siguiente, cuando llegamos a la puerta de la sala operatoria, nos saludamos declarándonos de nuevo nuestro amor recíproco, seguros de que nos volveríamos a ver. Cuando desperté, sentí que había vuelto a la vida, aunque desperté con una arritmia fuerte, pues mi corazón corría como un caballo veloz que impedía que pudiera articular palabras. Los médicos se apresuraron a analizar la situación, mientras yo afrontaba los dolores del post operatorio. Luego le permitieron pasar a Margarita: sus palabras de ánimo me trasnmitieron mucha paz. Siguieron diez durísimos días en terapia intensiva, entre el dolor, la impotencia de sentirme inmovilizado, la soledad, la fragilidad, el insomnio y el miedo a la muerte. Largas noches en las cuales, ante mi grito, Dios parecía permanecer en silencio. Creía que no superaría todo eso. Una mañana, estando sumido en una burbuja de sedantes y analgésicos, sentí una voz que me decía repetidamente “hermano…”. Cuando abrí los ojos vi a un sacerdote amigo que queremos mucho. Fue un momento de mucha paz que me devolvió la confianza: el Cielo había estado siempre conmigo y esa sensación me acompaña también ahora. Un día, ya había dejado la terapia intensiva, Margarita, me abrazó colocando su cabeza con delicadeza en mi maltrecho pecho diciéndome: “¡Qué alegría volver a abrazarte!”. Fueron palabras que evidenciaban, no sólo la felicidad, sino el sentido de la vida. Era redescubrir el amor que tiene por mí. Estaba vivo, no sólo gracias a la destreza médica, sino a la Voluntad de un Dios que manifestaba su amor regalándome una nueva oportunidad de vida. Hoy, veo todo aquello como un gran regalo y me deja el compromiso de descubrir qué quiere Dios de mí en esta nueva etapa de vida. Cada noche, en mis oraciones, doy gracias al Cielo y, cuando llega el nuevo día, no hay palabras para expresar mi gratitud por la oportunidad de volver a ver la luz del día, ver con ojos nuevos el rostro de mi esposa y de mis hijos.
Ángel S. Canó Sensión (República Dominicana)
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