El arte de sostenerse recíprocamente no se aprende en los libros, pero ayudar a alguien en su estudio y dedicarle tiempo puede ser la oportunidad adecuada para descubrir maravillas y cosechar frutos inesperados, incluso en un lugar como la cárcel. Así le pasó a Marta Veracini, dándole una nueva mirada a su vida. Reír a carcajadas mientras una voz lejana te susurra que no molestes; intercambiar ideas y opiniones en un intento de encontrar la concentración adecuada para estudiar y permanecer en los libros. Es la escena que se repite todos los días en las salas de estudio de las universidades, entre una pausa para el café y una nueva lección a seguir. En realidad, todo esto y mucho más es lo que le sucede a Marta Veracini, una joven toscana, cada vez que escucha cerrarse tras ella las puertas blindadas de la Dogaia, la prisión de Prato (Florencia – Italia). Licenciada en derecho y con una maestría en criminología, en 2019 Marta se unió al proyecto de Servicio Civil organizado de la Universidad de Florencia, a través del cual los voluntarios ayudan a los reclusos a prepararse para los exámenes universitarios. Desde ese momento, incluso pasado el final del año, siguió realizando este servicio, allí mismo, en un lugar que a cualquiera le costaría definir como “bonito” pero que, sorprendente e inesperadamente, se ha convertido en un espacio dedicado al cuidado y a la confianza recíproca; un lugar donde es la relación la que se convierte en un “casa acogedora” y donde todos, prisioneros y no, pueden finalmente ser ellos mismos. “Cuando alguien me entrevista -dice Marta- siempre me preguntan cómo se siente llevar consuelo y ayuda a un lugar como la prisión. La verdad es que nadie imagina realmente cuánto puede recibir, incluso en ese contexto. El voluntariado en prisión me ha cambiado la vida, me ha permitido derrumbar las barreras de mi timidez, de mis inseguridades y hoy me permite lucir una sonrisa que antes escondía. Soy yo quien debe agradecer a las personas que conocí por todo lo que han hecho por mí y siguen haciendo. Con ellos soy realmente libre”. Un verdadero logro. De hecho, hay muchas celdas que pueden aprisionarnos, que pueden encerrar nuestros sueños, nuestros pensamientos, nuestras esperanzas. La experiencia de Marta, compartida con la de los internos que ha tenido la suerte de conocer y ayudar en el estudio a lo largo de los años, son un ejemplo de cómo, juntos, todavía es posible levantar vuelo, sentir que vales algo y, por qué no, pensar en el futuro. “El curso universitario es ciertamente un camino agotador para todos – dice Marta – pero trabajan duro y es lindo ver su determinación y alegría al aprobar un examen. Son pequeños grandes objetivos que los ven confrontándose también con materias difíciles. Muchos, por ejemplo, estudian derecho y algunos ya han alcanzado la graduación. Entre ellos hay jóvenes, pero también adultos, de varias regiones de Italia o extranjeros. Es bonito ver cómo no se ponen límites, se animan unos a otros y se convierten en un ejemplo el uno para el otro. Para quienes tienen una larga condena significa invertir fuerza y tiempo para lograr un resultado que los enorgullezca y enorgullezca a las familias afuera. Los que se van, en cambio, tienen la oportunidad de aprovechar lo estudiado para volver a empezar”. Una mirada de esperanza que abraza y se deja abrazar. Las historias de la vida cotidiana entre los muros de la Dogaia, contenidas en el libro que escribió Marta durante la pandemia, “Mi ángel de la guarda tiene cadena perpetua”, son una pequeña gota en el gran mar de indiferencia que divide el interior del exterior, testimonio de cómo es posible derribar barreras generando belleza, poniendo en el centro el amor incondicional al prójimo. “Nunca quise saber las razones por las que cada uno de ellos está en prisión -continúa Marta- pero una cosa es cierta, nunca los he mirado como ‘monstruos’, solo personas que, aunque con errores detrás, tienen las mismas necesidades de los demás, los mismos sentimientos y el mismo deseo de relación y de compartir. Personas que tienen una dignidad como las demás y gracias a las cuales yo también encontré la mía. En pocas palabras, verdaderos amigos”.
Maria Grazia Berretta
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