Jesús afirmó que ya estamos limpios en virtud de la Palabra que Él nos anunció. Por ello, no son tanto los ejercicios rituales los que purifican el alma, sino Su Palabra en la medida en que seamos capaces de ponerla en práctica. Nos lleva a tener el corazón siempre orientado solo a Dios. La Palabra de Jesús no es como las palabras humanas. En ella está presente Cristo, tal como lo está, de otra manera, en la Eucaristía. Por ella Cristo entra en nosotros y, en la medida que la dejamos actuar, nos hace libres del pecado y, por lo tanto, puros de corazón. Por lo tanto, la pureza es fruto de la Palabra vivida, de todas esas Palabras de Jesús que nos liberan de los llamados apegos, en los que necesariamente se cae si no tenemos el corazón en Dios y en sus enseñanzas. Pueden referirse a las cosas, a las criaturas, a sí mismos. Pero si el corazón se orienta solo a Dios, todo lo demás cae. Para triunfar en este propósito puede ser útil, a lo largo del día, repetirle a Jesús, a Dios, esa invocación del salmo que dice: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”[i]. Hagamos la prueba de repetirlo a menudo y, sobre todo, cuando los distintos apegos quisieran arrastrar nuestro corazón hacia esas imágenes, sentimientos y pasiones que pueden enturbiar la visión del bien y quitarnos libertad. ¿Nos sentimos inclinados a mirar ciertos carteles publicitarios, a seguir ciertos programas televisivos? Digámosles: no. “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”, y ese será el primer paso para salir de nosotros mismos, volviendo a declararle nuestro amor a Dios. Así habremos adquirido la pureza. ¿Advertimos que a veces una persona o una actividad se interponen, como un obstáculo, entre Dios y nosotros, contaminando nuestra relación con Él? Es el momento de repetirle: “¡Eres tú, Señor, mi único bien!”. Esto nos ayudará a purificar nuestras intenciones y a volver a encontrar la libertad interior. La Palabra vivida nos hace libres y puros porque es amor. El amor es el que purifica, con su fuego divino, nuestras intenciones y todo nuestro mundo íntimo porque, según la Biblia, el corazón es la sede más profunda de la inteligencia y de la voluntad. Pero hay un amor que Jesús nos pide y que nos permite vivir esta felicidad. Es el amor recíproco, de quien está dispuesto a dar la vida por los demás, a ejemplo de Jesús. Este amor crea una corriente, un intercambio, un clima en el que la nota dominante es precisamente la transparencia, la pureza, por la presencia de Dios, que es el único que puede crear en nosotros un corazón puro[ii] . Viviendo el amor recíproco la Palabra actúa con sus efectos de purificación y de santificación. El individuo aislado es incapaz de resistir por mucho tiempo a las solicitudes del mundo, mientras que en el amor recíproco encuentra el ambiente sano, capaz de proteger su pureza y toda su auténtica existencia cristiana.
Chiara Lubich
(Chiara Lubich, en Parole di Vita, Città Nuova, 2017, pp. 616-618) [i] Cf. Sal 16, 2. [ii] Cf. Sal 50, 12.
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