Jesús, a través de su vida, nos trae el maravilloso mensaje de la misericordia de Dios, el Amor que envuelve todo y perdona. Construir la paz significa realizarla cada día en nuestra vida cotidiana, para descubrir la belleza de un don que revive a las personas y las hace libres. Paz hecha Durante meses mi hermana había discutido con una amiga. Para intentar que hiciera las paces con ella, un día la invité a mi casa. Antes de que ella llegara, le conté el problema a mi sobrina Sandra, de ocho años, y le pedí que me ayudara. La pequeña dijo con gusto que sí. Fui directo al grano con mi hermana, pero no pude hacer nada, ella no quería perdonar. Antes de marcharse, se acercó a Sandra, que estaba jugando, y le preguntó por la escuela, si había aprendido a escribir “Sí”, respondió la niña, “si me das una hoja de papel te lo enseño”. Y teniendo el papel, escribió algo con desenvoltura. Mi hermana, al leerlo, se quedó inmediatamente pensativa y sus ojos se llenaron de lágrimas. Sandra de hecho había escrito esta frase: “Para vivir el arte de amar hay que amar a todos, amar primero, amar a los enemigos…”. “¡Se necesitaba ella para decirme lo que tenía que hacer desde hace tanto tiempo!”, concluyó mi hermana e inmediatamente fue a reconciliarse con su amiga. (N.G. – Camerún) El perdón que sana Cuando tenía diecinueve años, mi padre nos abandonó y el dolor y el resentimiento me han acompañado durante años. Para compensar ese vacío, cuando me casé, Nat y yo siempre intentamos mantener nuestra familia unida. Nuestros hijos han respirado esta atmósfera de amor hasta el punto de que, cuando mi marido se ponía tenso, perdía la paciencia y levantaba la voz, era conmovedor ver como los niños, para nada asustados, lo abrazaban, como para calmar su agitación. La ternura de ellos hacia su padre ayudaba a disolver el odio que sentía por el mio; la herida abierta por el abandono sufrido empezaba a cicatrizar. Y un día sentí fuertemente la necesidad de perdonarlo. Lo hice de corazón, pero no era suficiente. Así que lo hablé con Nat y juntos fuimos a buscarlo. Lo encontramos y yo, aunque temblorosa, pude reconciliarme con él, también en nombre de los demás miembros de mi familia. Nunca olvidaré la sensación de serenidad y libertad que experimenté en aquella ocasión. (N.M.A. – Filipinas) La ropa sucia Vivo en un barrio de casas pequeñas separadas entre sí sólo por una pared en la que solemos colgar la ropa para que se seque. Un día, al darme cuenta de que la ropa de mi vecina ya estaba seca, le pedí a su hijo que la sacara porque yo también tenía que tenderla. Se ofendieron y empezaron a insultar. En esa pared había dos plantas que había cultivado con tanto cuidado.Por la noche, cuando oí un estruendo, decidí revisar y me di cuenta de que mis vecinos estaban dejando caer también la segunda maceta. En mi interior me sentí hervir de indignación, pero recordando que a los mansos se les promete la tierra, me dije: “No importa”. Mi suegra, al ver que no reaccionaba, me dijo: “Dame el palo, que voy a darles una lección”. Tuve que convencerla de que fuera paciente también. Durante algún tiempo la situación se mantuvo tensa. Pero un día, sorprendentemente, la vecina llamó a la puerta. En su casa no había agua y nos preguntó si podía venir a lavar en la nuestra. Fue una oportunidad para volver a establecer contacto y, al acogerla, me di cuenta de lo mucho que había cambiado. (R. – Pakistán)
Editado por Maria Grazia Berretta
(Extraído de Il Vangelo del Giorno, Città Nuova, año VIII, n.2, mayo-junio 2022)
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