El 11 de octubre de 1962 empezaban los trabajos del Concilio Vaticano II. A 60 años de distancia, una reflexión y una mirada sobre esta conmemoración histórica y excepcional en la vida de la Iglesia. “El Concilio que empieza surge en la Iglesia como un día brillante de espléndida luz. Es apenas el alba; pero ¡cómo tocan ya suavemente nuestros espíritus los primeros rayos del sol naciente!”. Con estas palabras el Papa Juan XXIII concluía el 11 de octubre de 1962 la celebración solemne en la Basílica de San Pedro, dando inicio a una nueva era. Han pasado ya 60 años desde la apertura del Concilio Vaticano II, un Concilio ecuménico, o sea universal, y un momento de gran comunión para afrontar, a la luz del Evangelio, las nuevas cuestiones planteadas por la historia y responder a las necesidades del mundo. Los trabajos, conducidos luego por Paulo VI, continuaron hasta diciembre de 1965, y justamente un mes antes de la conclusión del evento conciliar, Chiara Lubich, Fundadora del Movimiento de los Focolares, escribía: “¡Oh, Espíritu Santo!, haz que seamos, a través de lo que ya has sugerido en el Concilio, una Iglesia viva: es éste nuestro único deseo y todo lo demás sirve para eso”[1]. Palabras que son fruto del creciente fervor que animaba ya a los primeros movimientos y a las nuevas comunidades eclesiales preconciliares; signo indeleble de esa “circularidad hermenéutica que, por la acción del Espíritu Santo en la misión de la Iglesia, se instaura entre el magisterio de un Concilio como el Vaticano II y la inspiración de un carisma como el de la unidad”[2]. Pues bien, ¿con qué ojos tenemos que mirar hoy este aniversario? De ello nos habla Vincenzo Di Pilato, docente de Teología Fundamental en la Facultad Teológica de Puglia (Italia). Profesor Di Pilato, ¿qué sueños encendieron el deseo de hacer nacer este Concilio? A partir de la clara decisión de convocar a un Concilio universal, el 25 de enero de 1959, el último día de la Semana de oración por la unidad de los cristianos, el Papa Juan XXIII trató de explicar sus intenciones empleando términos que hoy se han vuelto fuertemente significativos, como por ejemplo: aggiornamento, signos de los tiempos, reforma, misericordia, unidad. En los meses anteriores a la apertura del Concilio, el Papa esperaba que éste fuera una epifanía del Señor (cf. Sacrae Laudis, 6 de enero 1962), que permitiría que Roma fuera una nueva Belén. Los obispos de todo el mundo, como en su momento hicieron los Magos, llegarían para adorar a Jesús en medio de su Iglesia. Roncalli soñaba con una Iglesia sinodal, una Iglesia en salida “del recinto cerrado de sus cenáculos” (10 de junio de 1962); una Iglesia de todos, especialmente de los pobres” (11 de septiembre de 1962) porque “la finalidad” del Concilio coincidía con la de la Encarnación y de la Redención, o sea “la unión del cielo con la tierra… en todas las formas de la vida social” (4 de octubre de 1962). ¿Por qué detenernos a reflexionar sobre esta conmemoración hoy? No es una conmemoración como las demás, sino que es la ocasión irrenunciable para una renovada toma de conciencia en un tiempo de gracias especiales. La Iglesia –acaso un poco agobiada por sus dos mil años– se siente impulsada a “soñar”, o sea a revivir ese evento en el Espíritu del Resucitado con la certeza de que él está aquí y estará «hasta el fin del mundo» (Mateo 28,20). ¿Qué otra cosa podría significar el proceso sinodal iniciado por el Papa Francisco sino el de perpetuar Pentecostés en todo tiempo y en todo lugar? Además, en el período precedente y en especial el inmediato anterior al del Concilio, la creciente vitalidad de los nuevos movimientos, como por ejemplo el Movimiento de los Focolares y otras asociaciones de fieles y comunidades eclesiales, han promovido una mayor comprensión del principio de la co-esencialidad entre la dimensión institucional y la dimensión carismática de la Iglesia. Es importante recordar esta sinergia del Espíritu que hace que la Iglesia no se quede sola frente a los enormes retos que se van presentando en el camino de la historia. En una palabra: la Iglesia es el lugar de la fraternidad en donde tiene su comienzo el Reino de Dios cuyas fronteras van mucho más allá de las que son visibles en la misma Iglesia. La “corresponsabilidad” de los laicos en la Iglesia, palabra que nos retrotrae al Concilio, es un camino que aún está abierto… Sí, sin duda es un tema que está en desarrollo y equivale a reconocer la igualdad fundamental de todos los bautizados; a rever la relación presbíteros-laicos; a apreciar la circularidad de las vocaciones; a poner en movimiento todas las estructuras de comunión y las formas de sinodalidad que ya son posibles; a apuntar a la colegialidad episcopal y en el mismo presbiterio (entre el clero y con el obispo). Nos lleva a descubrir la co-esencialidad de los ministerios y de los carismas; a promover la plena reciprocidad hombre-mujer en la Iglesia; a comprometerse en el diálogo ecuménico e interreligioso; a abrirse en una relación auténticamente dialógica con el mundo circundante, con la/las cultura/as, valorando la capacidad y la disponibilidad de la escucha, que la familiaridad con el Cristo nos dona, purificándonos. Nos conduce a promover nuevos intentos de hacer nacer pequeñas y vivas comunidades locales. En una palabra: permitir que surja Cristo no sólo en lo que decimos, sino también en las relaciones que construimos con cada prójimo a todos los niveles.
Maria Grazia Berretta
[1] C. Lubich, Un nuevo Pentecostés, del diario, 11 de noviembre de 1965, en La Chiesa, a cargo de B. Leahy y H. Blaumeiser, Città Nuova, Roma 2018. [2] Piero Coda, con ocasión del Congreso “El Concilio Vaticano II y el carisma de la Unidad de Chiara Lubich”, Florencia, 11-12 de marzo de 2022.
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