Con frecuencia las familias se deshacen porque no sabemos perdonar. Viejos rencores mantienen la división entre familiares, entre grupos sociales, entre pueblos. Incluso hay quien enseña a no olvidar las ofensas sufridas, a cultivar sentimientos de venganza… Y un rencor sordo envenena el alma y corroe el corazón. Hay quien piensa que el perdón es una debilidad. No, es la expresión de una valentía extrema, es amor verdadero, el más auténtico porque es el más desinteresado. «Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? – dice Jesús–. Esto lo saben hacer todos. Ustedes amen a sus enemigos» (cf. Mt 5, 42-47). También a nosotros se nos pide, aprendiéndolo de Él, que tengamos un amor de padre, de madre, un amor de misericordia con todos aquellos que encontremos durante el día, especialmente con los que se equivocan. Pero además, a todos los que están llamados a vivir una espiritualidad de comunión, o sea, la espiritualidad cristiana, el Nuevo Testamento les pide aún más: «Perdónense mutuamente» (cf. Col 3, 13). El amor recíproco exige poco menos que un pacto entre nosotros: estar siempre dispuestos a perdonarnos unos a otros. Solo así podremos contribuir a crear la fraternidad universal.
“Perdona la ofensa a tu prójimo y, cuando reces, tus pecados te serán perdonados“
Estas palabras no solo nos invitan a perdonar, sino que nos recuerdan que el perdón es la condición necesaria para que también a nosotros se nos pueda perdonar. Dios nos escucha y nos perdona en la medida en que sepamos perdonar. El propio Jesús nos advierte: «La medida que usen, la usarán con ustedes» (Mt 7, 2). «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7). Pues si el corazón está endurecido por odio, ni siquiera es capaz de reconocer ni de acoger el amor misericordioso de Dios. Entonces ¿cómo vivir esta Palabra de vida? Ciertamente, perdonando inmediatamente si hubiera alguien con quien aún no estemos reconciliados. Pero no basta con eso. Será necesario rebuscar por los rincones más recónditos de nuestro corazón y eliminar incluso la simple indiferencia, la falta de benevolencia, cualquier actitud de superioridad o de descuido con cualquiera que pase a nuestro lado. Es más, hacen falta medidas preventivas. Por eso, cada mañana veré con una mirada nueva a todos aquellos con quienes me encuentre –en la familia, en clase, en el trabajo, en la tienda–, dispuesto a pasar por alto lo que no esté bien en su modo de actuar, dispuesto a no juzgar, a darles confianza, a tener siempre esperanza, a creer siempre; me acercaré a cada persona con esta amnistía completa en el corazón, con este perdón universal; no recordaré en absoluto sus defectos, lo cubriré todo con el amor. Y a lo largo del día procuraré reparar un desaire o una reacción de impaciencia pidiendo perdón o con un gesto de amistad, sustituir una actitud de rechazo instintivo hacia el otro por una actitud de plena acogida, de misericordia sin límites, de perdón completo, de participación y atención a sus necesidades. Así, cuando eleve mi oración al Padre, y sobre todo cuando le pida perdón por mis fallos, también yo veré atendida mi petición y podré decir con plena confianza: «Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden» (Mt 6, 12). Chiara Lubich Palabra de vida publicada en Ciudad Nueva n. 390 (8-9/2002), p. 25.
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