«El Viernes Santo ocurrió la masacre de Garissa. Fui a la morgue donde estaban trasladando las salmas de los estudiantes para el reconocimiento, cerca de mi casa en Nairobi. Llevaba conmigo la cámara fotográfica, era imposible no escuchar las sirenas. Encontré por un lado a los padres de los estudiantes asesinados que se desmayaban… por el otro, a los colegas con las cámaras. Ciertamente hubiera podido grabar unas entrevistas, pero no lo logré; no podía hacer otra cosa sino llorar con esas familias. Había una fuerte presión por parte de todos, de la opinión pública, que quería noticias, esperaba algo… Sin embargo, yo necesitaba tiempo para asumir y digerir esa situación tan dolorosa, para ser capaz de decir algo constructivo. Sentía que mi parte era la de estar en silencio con este dolor, y resistir a las presiones». Esto nos cuenta, con visible emoción, Liliane Mugombozi, periodista keniana.
Son casi 150 las víctimas del ataque por parte de extremistas somalíes en el Garissa University College, en el Noreste de Kenia. De hecho el 3 de abril, los terroristas habían asaltado la residencia, buscando a los estudiantes cristianos. Sólo la intervención de las fuerzas armadas gubernamentales, que afrontaron todo el día a los asaltantes, evitó que la masacre alcanzara dimensiones aún mayores. Pero sigue siendo fuerte el miedo generalizado ante la posibilidad de nuevos ataques, de manera que cualquier incidente puede desencadenar el pánico con graves consecuencias, tal como sucedió el 12 de abril en otra residencia universitaria en Uthiru, cerca de Nairobi: un transformador eléctrico se incendió en el 4° y 5° piso, provocando un estruendo parecido al estallido de una bomba. El balance: un estudiante muerto y unos 150 heridos, algunos de gravedad.
«Ya desde los primeros días, fuimos con muchas personas de la comunidad a la morgue adonde trasladaron los cuerpos de los 148 jóvenes asesinados, para consolar a las personas que perdieron a sus hijos – cuenta Charles Besigye de la comunidad local de los Focolares –. Hoy 11 de abril, junto a nuestros jóvenes, pasamos ahí toda la tarde. ¡Es algo que te destroza el corazón! Personas en la más absoluta suspensión que, a distancia de una semana, todavía no saben dónde están sus hijos. Algunos cuerpos ya fueron identificados y se los están llevando para el entierro en las respectivas aldeas. El dolor es inmenso… vimos escenas angustiantes de los familiares. Es desgarrador verlos desmoronarse después de tanto tiempo de espera. Nos quedamos allí para compartir con ellos el dolor, para ayudarles a cargar esta cruz tan pesada. Para llorar con quien todavía logra hacerlo, porque hay quienes ya no tienen lágrimas. Una de nosotros se ofreció para ayudar a arreglar los cuerpos de los jóvenes fallecidos antes de mostrarlos a sus familiares. ¡Fue una experiencia muy fuerte! Hay mucho espíritu de solidaridad por parte de las distintas asociaciones y de todo el pueblo keniano: llevan pan, leche, bebidas, etc… Emociona respirar una atmósfera tan sagrada. Las personas se recogen, hay quien reza a Dios y quien consuela».
Durante el Vía Crucis en el Coliseo de Roma, la noche del Viernes Santo, el Papa pronunció palabras muy duras: «La sed de tu Padre misericordioso – dijo Francisco – que en ti quiso abrazar, perdonar y salvar a toda la humanidad, nos hace pensar en la sed de nuestros hermanos perseguidos, decapitados y crucificados por su fe en ti, ante nuestros ojos o, a menudo, con nuestro silencio cómplice». Es un fuerte llamado que nos invita a no callar.
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