Cuando el Señor se apareció a Moisés en el Monte Sinaí, proclamó su propia identidad llamándose «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Para indicar la naturaleza de este amor de misericordia, la Biblia hebrea utiliza una palabra, raḥămîm, que se refiere al vientre materno, el lugar de donde proviene la vida. Al darse a conocer como «misericordioso», Dios muestra la premura que siente por toda criatura suya, semejante a la de una madre por su niño: lo quiere, está cerca de él, lo protege y se preocupa por él. La Biblia usa también otro término, ḥesed, para expresar otros aspectos del amor-misericordia: fidelidad, benevolencia, bondad y solidaridad.
También María canta en su Magnificat a la misericordia del Omnipotente, que se extiende de generación en generación (cf. Lc 1, 50).
El propio Jesús nos habló del amor de Dios, a quien reveló como un «Padre» cercano y atento a cualquier necesidad nuestra, dispuesto a perdonar, a dar todo aquello que necesitemos, que «hace salir su sol sobre malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos» (Mt 5, 45). Su amor es en verdad «rico» y «grande», tal como lo describe la carta a los Efesios, de la que está tomada la palabra de vida:
«Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo».
Pablo casi grita de alegría al contemplar la acción extraordinaria que Dios ha realizado con nosotros: estábamos muertos y nos ha hecho revivir, y así nos dio una nueva vida.
La frase comienza con un «pero» para indicar el contraste con lo que Pablo había observado anteriormente: la condición trágica de la humanidad, abrumada por culpas y pecados, prisionera de deseos egoístas y malvados, bajo el influjo de las fuerzas del mal y en abierta rebelión contra Dios. En esta situación merecería que se desencadenase su ira (cf. Ef 2, 1-3). Sin embargo, Dios, en lugar de castigar –y de ahí el gran estupor de Pablo– le da vida, no se deja guiar por la ira, sino por la misericordia y el amor.
Jesús ya había revelado este actuar de Dios al relatar la parábola del padre de los dos hijos que recibe con los brazos abiertos al más joven, sumido en una vida inhumana. Y lo mismo con la parábola del pastor bueno que va a buscar a la oveja perdida y se la carga sobre los hombros para llevarla de nuevo a casa; o la del buen samaritano, que le cura las heridas al hombre que había caído en manos de unos bandidos (cf. Lc 15, 11-32; 3-7; 10, 30-37).
Dios, Padre misericordioso, simbolizado en las parábolas, no solo nos ha perdonado, sino que nos ha dado la misma vida de su hijo Jesús y nos ha dado la plenitud de la vida divina.
De ahí el himno de gratitud:
«Pero Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, precisamente cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo».
Esta palabra de vida debería suscitar en nosotros la misma alegría y gratitud que en Pablo y en la primera comunidad cristiana. Dios también se muestra «rico en misericordia» y «grande en el amor» por cada uno de nosotros, dispuesto a perdonar y a devolvernos la confianza. No hay situación de pecado, de dolor o de soledad en la que Él no se haga presente, no se ponga a nuestro lado para acompañarnos en nuestro camino, no nos dé confianza, la posibilidad de rehacernos y la fuerza para volver a empezar siempre.
El 17 de marzo de hace dos años, en su primer Ángelus, el papa Francisco comenzó a hablar de la misericordia de Dios, un tema que luego se ha hecho habitual en él. En aquella ocasión dijo: «El rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia… nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos…». Y concluyó aquel breve saludo recordando que «Él es el Padre amoroso que siempre perdona, que tiene ese corazón misericordioso con todos nosotros. Aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos».
Esta última indicación nos sugiere un modo concreto de vivir la Palabra de vida. Si Dios es con nosotros rico en misericordia y grande en el amor, también nosotros estamos llamados a ser misericordiosos con los demás. Si Él ama a personas malas, que son sus enemigas, también nosotros tendremos que aprender a amar a quienes no son «amables», incluidos los enemigos. ¿No nos dijo Jesús: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia» (Mt 5, 7)? ¿No nos pidió que fuésemos «misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36)? También Pablo invitaba a sus comunidades, elegidas y amadas por Dios, a revestirse «de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre y paciencia» (Col 3, 12).
Si hemos creído en el amor de Dios, también nosotros podremos amar a nuestra vez con ese amor que hace suya cualquier situación de dolor y de necesidad, que todo lo excusa, que protege y que sabe ocuparse.
Viviendo así podremos ser testigos del amor de Dios y ayudar a todos aquellos con quienes nos encontremos a descubrir que, también con ellos, Dios es rico en misericordia y grande en el amor.
FABIO CIARDI
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