«Si está fuera de la acción centrífuga del amor, el hombre por encima de todas las cosas busca la distinción. Y en la misma religiosidad encuentra miles de razones para separarse, anulando, de esta forma, la libertad de movimiento, restaurada por Jesús, cuando derribó las paredes de la división e hizo que no existiera ni judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer, sino que todos somos uno en Dios. […] Aquí está el objetivo del amor, el objetivo de la existencia: hacer de todos, uno. Hacer de todos, el Uno, que es Dios. Por el impulso de la caridad divina toda la existencia, toda la historia se convierte en una marcha de regreso hacia la unidad. Todo proviene de Dios; a Dios todo vuelve. Hacerse uno con el hermano, es desaparecer en él, de modo que entre Dios, el hermano y yo se establezca, mediante la supresión de mi yo, un paso directo, un descenso sin obstáculos, – del Uno al otro, de modo que en el hermano encuentro a Dios. El hermano me sirve de templo para encender en él la luz de Dios. Así, a Dios, lo encuentro en el sacramento del altar y también, por causa del amor, en la persona del hermano. El hermano rompe las barreras, y en la brecha deja pasar la vida: la vida que es Dios. El hermano se convierte en “ianua caeli”, en la puerta al Paraíso. Existen cristianos, que van a servir a los humildes, en los estratos sociales más bajos, no tanto para convertirlos, sino para convertirse ellos mismos. Dando amor bajo la forma de servicio (a los enfermos, a los desocupados, a los ancianos, a todos los descartados por la sociedad) encuentran a Cristo; y así reciben mucho más de lo que donan. Donan un pan, y encuentran al Padre. Se convierten los asistentes y se convierten también los asistidos. Se santifican a sí mismos y santifican a los prójimos. Es decir, se asciende hasta Dios, descendiendo a cualquier nivel humano, para servir, desde allí abajo, a todos los hombres, en cualquier plano hayan sido colocados. Así es como el samaritano encontró a Dios, descendiendo del caballo y recogiendo al hermano que se desangraba en la tierra ardiente; mientras que el sacerdote judío, que no miraba al desafortunado que estaba en el suelo porque miraba a Dios que estaba en el cielo, no encontró ni a Dios ni al hermano. No encontró a Dios porque no se dirigió hacía su hermano. Es éste el modo de actuar del Padre, que proclama su gloria en lo más alto de los cielos mandando al Hijo para que nazca en el más miserable de los albergues: un establo. Estableció así una línea directa entre las estrellas y los establos, por el hilo divino del amor. Así, los últimos serán los primeros. Es un vuelco de todas las cosas. O sea, el modo de calcular es el de Dios, que cuenta comenzando desde abajo, mientras que nosotros contamos comenzando desde arriba. Y el que es primero para nosotros se convierte en el último para Él, y viceversa, por lo tanto, la riqueza, el poder, la gloria, que para nosotros están arriba para Él están abajo. Son cero. Con este metro se miden exactamente los hombres y las cosas». (Extraído de Igino Giordani, El hermano, Cittá Nuova, Roma 2011, pág. 78-80)
Poner en práctica el amor
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