No advierto el cansancio, tal vez sólo un poco de sueño, por haber dormido menos de cinco horas por noche durante cinco días seguidos. Acabo de regresar de un campamento para adolescentes, o mejor dicho de un ‘taller’, como lo llamaron los animadores de Chicos por la unidad de los Focolares. Una aventura fantástica, que en medio de las tantas que desde hace un año he podido vivir, llena de color mi vida. Y me hacen olvidar que entré en esa fase potencialmente crítica que se pase después de la pensión. La propuesta de dar una mano con esos chicos me sedujo. Estaré pensionado, me dije, pero energía para hacer cosas todavía tengo. La cita es a las nueve de la mañana en el Barrio Don Bosco, un complejo que nos pusieron a disposición los Salesianos. Conforme empiezan a llegar los muchachos, 25 entre chicos y chicas, todos con menos de 18 años. Después del primer momento de encuentro, se crea enseguida un clima amistoso, aunque la mayoría no tiene ni la más mínima idea de dónde se encuentra y qué les espera. El programa está rico de sorpresas, como conviene en una iniciativa para los más jóvenes. Pero hay también trabajo duro (¡por decir de alguna forma!), sudando juntos bajo el sol, o mojados por la lluvia, para mejorar las condiciones del lugar que nos hospeda. Durante tres mañanas nos piden que abonemos la parte más lejana del jardín, que está abandonada desde hace más de 20 años. La hierba ha crecido sobre la tierra que ha traído el viento y la lluvia, cubriendo todo el pavimento de asfalto, los vestidores y las duchas que todavía están allí, y que se convirtieron en un refugio para arañas e insectos que, por la proporción alcanzada, parecen una raza autóctona. Sin hablar de las cosas abandonadas en medio de la hierba que al principio ni se veían: en práctica: una jungla que hay que demoler. Mientras se trabaja, más o menos a media mañana, se me ocurre contarles a los chicos cómo vivo yo el trabajo, en especial ese trabajo. Creo que no había dicho más de veinte-treinta palabras en total. Palabras que concluí contando el verdadero motivo que me impulsa a hacerlo: pensar que “al complejo iba a venir a jugar Jesús Niño”. Por el silencio que se creó me doy cuenta de que los chicos comprendieron el sentido y lo interiorizaron. Y esa luz que veo brillar en sus jóvenes ojos enseguida se transforma en acción concreta, dando nuevo impulso, ayudándose unos a otros. Esa prontitud es una lección para mí, a diferencia de lo que veo en estos chicos, soy más bien lento para dejarme convencer de las cosas que me dicen. El domingo, en Misa, estoy cerca de un chico con el que trabajamos codo a codo. Al momento de la paz tanto él como yo espontáneamente nos declaramos que estamos dispuestos a dar la vida el uno por el otro. Una iniciativa que yo, como adulto, no había tenido espontáneamente con otro adulto; pero hacia él sí. Estar con estos chicos me ha dado una nueva dimensión del futuro de la humanidad. Y de la esperanza. De hecho he visto que las ganas y la capacidad de dar la tienen. Nos toca a nosotros creer en ellos. La adolescencia es una edad difícil, pero también es la edad en donde se puede construir algo grande. No se necesitan muchas palabras, bata ponerse a “hacer” con ellos cosas positivas. Quizás por eso, al despedirnos, uno de ellos me pidió si podía venir el sábado siguiente al mercado del barrio, para recoger todo lo que no se vendiera de fruta y verdura, y darlo para el comedor de los pobres.
Poner en práctica el amor
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