Es la última y sentida oración que Jesús le dirige al Padre. Sabe que está pidiendo lo que más le importa a Él, pues Dios había creado a la humanidad como familia suya, con la cual compartir todo bien, su misma vida divina. Y ¿qué ansían los padres para sus hijos sino que se quieran, se ayuden y vivan unidos entre sí? Y ¿qué mayor disgusto que el verlos divididos por envidias e intereses económicos hasta dejar de hablarse? También Dios ha soñado desde toda la eternidad con una familia unida en la comunión de amor de los hijos con Él y entre ellos. El dramático relato de los orígenes nos habla del pecado y de la progresiva desintegración de la familia humana. Como leemos en el libro del Génesis, el hombre acusa a la mujer, Caín mata a su hermano, Lamec se jacta de su desmesurada venganza, Babel provoca la incomprensión y la dispersión de los pueblos… El proyecto de Dios parece haber fracasado. Sin embargo, Él no se da por vencido, sino que persigue con tenacidad la reunificación de su familia. La historia se reanuda con Noé, con la elección de Abrahán, con el nacimiento del pueblo elegido; y finalmente decide mandar a su Hijo a la tierra, al que encomienda una gran misión: congregar en una sola familia a sus hijos dispersos, reunir a las ovejas perdidas en un solo rebaño, derribar los muros de separación y de enemistad entre los pueblos para formar un único pueblo nuevo (cf. Ef 2, 14-16). Dios no deja de soñar con la unidad, y por eso Jesús se la pide como el regalo más grande que pueda implorar para todos nosotros: «Te pido, Padre,… …para que todos sean uno». Toda familia lleva la huella de los padres. Lo mismo la familia creada por Dios. Dios es Amor no sólo porque ama a su criatura; es Amor en sí mismo, en la reciprocidad del darse y de la comunión por parte de cada una de las tres divinas Personas respecto a las demás. Por eso, cuando creó a la humanidad, la modeló a su imagen y semejanza e imprimió en ella su misma capacidad de relación, de modo que cada persona viva en la entrega recíproca de sí. La frase completa de la oración que queremos vivir este mes dice: «para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros». El modelo de nuestra unidad es nada menos que la unidad existente entre el Padre y Jesús. Parece imposible de tan profunda como es. Y sin embargo, se hace posible por ese cómo, que significa también porque: podemos estar unidos como están unidos el Padre y Jesús precisamente porque nos incluyen en su misma unidad, nos la regalan. «…para que todos sean uno». Ésta es precisamente la obra de Jesús: hacer de todos nosotros uno, como Él lo es con el Padre, una sola familia, un solo pueblo. Para esto se hizo uno de nosotros, cargó con nuestras divisiones y nuestros pecados y los clavó en la cruz. Él mismo nos indicó el camino que iba a recorrer para llevarnos a la unidad: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32). Como había profetizado el sumo sacerdote, «iba a morir […] para reunir a los hijos de Dios dispersos» (Jn 11, 52). En su misterio de muerte y resurrección «recapituló todas las cosas en sí» (cf. Ef 1, 10), regeneró la unidad rota por el pecado, recompuso la familia en torno al Padre y nos hizo de nuevo hermanos y hermanas entre nosotros. Jesús cumplió su misión. Ahora queda nuestra parte, nuestra adhesión, nuestro «sí» a su oración: «…para que todos sean uno». ¿Cuál es nuestra aportación al cumplimiento de esta oración? Ante todo, hacerla nuestra. Podemos prestar labios y corazón a Jesús para que continúe dirigiendo estas palabras al Padre y repetir cada día con confianza su oración. La unidad es un don de lo Alto que hay que pedir con fe sin cansarnos nunca. Además debe permanecer siempre en nuestros pensamientos y deseos. Si éste es el sueño de Dios, queremos que sea también nuestro sueño. De vez en cuando, antes de cualquier decisión, de cada opción, podríamos preguntarnos: ¿sirve para construir la unidad; es lo mejor con vistas a la unidad? Y deberíamos acudir allá donde las desuniones sean más evidentes y cargar con ellas, como hizo Jesús. Pueden ser roces en la familia o entre personas que conocemos, tensiones que se viven en el barrio, desacuerdos en el trabajo, en la parroquia, entre las Iglesias. No huyamos de las discordias e incomprensiones, no permanezcamos indiferentes; llevemos allí nuestro amor a base de escucha, de atención al otro, de compartir el dolor que brota de esa herida. Y sobre todo, vivamos en unidad con todos los que estén dispuestos a compartir el ideal de Jesús y su oración, sin dar importancia a malentendidos o discrepancias, contentándonos con lo «menos perfecto en unidad antes que lo más perfecto sin unidad», aceptando con alegría las diferencias e incluso considerándolas una riqueza para una unidad que nunca implica reducción a la uniformidad. Sí, a veces esto nos clavará en la cruz, pero ese es precisamente el camino que Jesús eligió para recomponer la unidad de la familia humana, el camino que también nosotros queremos recorrer con Él.
Fabio Ciardi
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