La inculturación no es una acción que se hace mediante una especie de acomodamiento del Evangelio o de las costumbres cristianas, a los hábitos y a las culturas de un pueblo, sino una consecuencia del misterio de la Encarnación. En el tiempo moderno vemos que se va formando una cultura que ya no integra el Evangelio. Es la cultura del desarrollo y del avance científico y técnico, completamente desvinculados de los fundamentos cristianos. Una cultura que ha creado un único espacio mundial en el cual vive toda la humanidad. La cultura africana no es una cultura tecnológica, como tampoco lo es la cultura asiática, aunque tanto los africanos como los asiáticos apuntan al mismo desarrollo. Pero tienen valores distintos e ideas diferentes. Si estas culturas y tradiciones no participan en el desarrollo tecnológico no pueden sobrevivir, se pierden. Lo que puede crear una unidad mundial de carácter no técnico es el Evangelio. Una convivencia de muchas culturas en el único mundo. El Evangelio puede hacer que culturas distintas entren en un diálogo entre ellas que las lleve a desarrollarse y cambiar. Pero no en una igualdad sólo externa, sino en un diálogo en la única verdad y en el único sistema de valores cristianos. Así podemos salvar la unidad y podemos también salvar la pluralidad. Éste es el desafío de hoy. Si como cristianos no lo hacemos, habremos perdido una oportunidad, al no afrontar un desafío histórico que se nos presenta en este momento. Inculturación quiere decir tomar en serio esos valores y esas tradiciones humanas que están por doquier, no para hacer con ellos un museo, no para fomentar un relativismo en el que cada uno pueda vivir, sino para crear un diálogo en la verdad. Verdad que no puede ser impuesta, sino ofrecida libremente. La nueva evangelización es ‘nueva’ porque ya no existe la cultura cristiana. En el mismo sentido debe ser una evangelización también de aquellas culturas que hasta ahora no han tenido un serio encuentro con el cristianismo. ¿Y con qué fuerza se puede dar esto, si no con ese ‘hacerse uno’ del amor que es el mismo amor con el que Cristo asumió nuestra carne, nuestra naturaleza humana, y se volvió uno de nosotros? El amor que llevó a Jesús a encarnarse, nos debe impulsar a ‘hacernos uno’ con todas las culturas, sin perder la unicidad y la autenticidad del Evangelio. La espiritualidad de los Focolares, que siendo vida logra unir más allá de las fronteras y de los límites de cada cultura, constituye también un vínculo entre las culturas. Es como un líquido que, precisamente porque es una vida, penetra en todo tipo de culturas. Si nosotros vivimos el Evangelio al estado puro y, con un amor que se hace vacío de sí mismo, perdemos nuestras raíces culturales para ‘hacernos uno’ no sólo con cada prójimo individualmente, sino también con su cultura, entonces también él puede ser activo y dar lo que tiene en sí, y ofrecer sus tesoros transformados y purificados por la vida del Evangelio, valores que al mismo tiempo iluminan y hacen comprender el Evangelio. Gracias a esta luz blanca del Evangelio, puedo ver la luz del otro y darle a él mi luz y mi cultura. De tal forma no hacemos un camino de una sola vía. Viviendo en el mismo mundo, recibimos la cultura y el Evangelio del otro, y damos la nuestra. Y el otro hace lo mismo, en un dinamismo de amor que es la Buena Noticia del Evangelio, la que Jesús trajo a la tierra. Para hacernos vivir la cultura del Cielo ya en este mundo. (Síntesis del teólogo alemán Wilfried Hagemann, biógrafo de Mons. Klaus Hemmerle).
Poner en práctica el amor
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