Nadie de mi familia conocía a los Focolares y, por lo que recuerdo, el impulso de asistir todos los sábados al encuentro para profundizar el Evangelio se debía al hecho de que había encontrado gente que me quería desinteresadamente. Nací y crecí en Ascoli Piceno (Italia), y cada año asistía a cursos de formación para jóvenes, consolidando así mi camino de fe. A los 19 años tuve que operarme la rodilla y en seguida se presentaron algunas complicaciones inesperadas. Mientras estaba todavía en el hospital, los médicos me dijeron que no podría jugar nunca más al voleibol y que mi pierna nunca tendría su completa movilidad. En ese momento comprendí claramente el significado de la frase: “Dios es un ideal que no se derrumba” y decidí confiarme a Él. Si no podía practicar más ningún deporte, El encontraría seguramente otra cosa que me gustara hacer. Después de los estudios superiores ingresé en la universidad, pero cada sábado volvía a mi ciudad para trabajar como animador en la parroquia, aprovechando mi capacidad de preparar juegos para los adolescentes y los jóvenes. Aunque no podía jugar, descubría que era igualmente muy divertido y gratificante hacer jugar a los otros, tal vez ¡sometiéndolos a pruebas de acrobacia! En esos años comencé a advertir en el corazón un fuerte llamado de Dios a gastar mi vida por El en los demás. En la Mariápolis del 2007, después de haber recibido a Jesús Eucaristía, sentí en el corazón cuál era mi camino: llevar el carisma de la unidad a mi diócesis. Era una elección total de Dios, puesta al servicio de una realidad particular. Esta zambullida en Dios me llevó a vivir la vida en la plenitud de la alegría, y de modo particular me permitió enfrentar una situación que humanamente nunca hubiera logrado enfrentar. En el 2010, comencé a tener nuevos problemas en la pierna operada, después en la otra, en la espalda, y en el plazo de pocos meses hacía mucho esfuerzo para caminar y estar de pie. Los médicos no encontraban la explicación, y, dado que faltaba poco para graduarme, supusieron que era una especie de agotamiento nervioso o depresión. Yo seguía sintiendo en el corazón la alegría de vivir junto con mis compañeros de aventura ideal y no comprendía lo que me estaba pasando. Una noche, me refugié en la iglesia y recé delante de Jesús Eucaristía: “Si es tu voluntad que comience un tratamiento, dame una señal. Si, en cambio, tengo una enfermedad extraña, haz que lo comprenda, porque yo quiero seguir siendo un don para los demás”. Luego de un enésimo análisis se descubrió que yo sufría una rara enfermedad genética que desencadenaba toda la otra problemática que estaba viviendo y que aún ahora me obliga a convivir con un dolor crónico. Enseguida mi cabeza fue invadida por todo tipo de pensamientos, preguntas y angustia. ¿Cómo haría para seguir viviendo por los demás? Comprendí que el Amor de Dios no cambiaba ni siquiera frente a todo este dolor, tal vez yo lo percibía de forma distinta, pero su amor era siempre inmenso. ¿Qué podía hacer entonces? Seguir amando y construyendo la unidad con todos, aunque ahora fuera más difícil, aunque tuviera ganas de estar solo. Algunos meses después me pidieron que atendiera a un grupito de chicos muy jóvenes. Pensaba: ¿podré? Dejé de lado los miedos y decidí ponerme otra vez al servicio de los demás. Hoy debo decir que, en estos años, los muchachos del grupo a menudo han sido mi fortaleza y los que me han dado ánimo. Porque amando todo se supera. Son muchas las ocasiones que nunca hubiera imaginado que lograría sostener físicamente, y sin embargo lo logré, constatando que de verdad “Nada es imposible para Dios”.
Poner en práctica el amor
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