Cuando empezamos a tratarnos éramos muy conscientes de las diferencias que existían entre nosotros, sobre todo en materia de doctrina. Pero sentíamos que nuestro amor era más fuerte que cualquier diferencia: esto nos daba la osadía de creer que detrás de nuestro matrimonio podía haber un designio de unidad que iba más allá de nosotros dos. Desde chicos, habíamos aprendido, con la espiritualidad de los Focolares, que para alcanzar la unidad es necesario apuntar a lo que nos une –que es muchísimo-, en lugar de mirar a lo que nos divide. Sin embargo, cuando el domingo cada uno de nosotros toma un camino distinto para ir a Misa, es siempre un dolor, lo mismo que advertimos cuando involuntariamente en nuestras conversaciones sale el “nosotros” y “ustedes”, o cuando alguno critica algo de la Iglesia del otro. En estos casos nos damos cuenta que nada se construye de una vez por siempre y que, entre las muchas ocasiones para hacer crecer el amor entre nosotros, debe estar el compromiso de amar la Iglesia del otro como la propia. Otra oportunidad típica de nosotros las parejas ‘mixtas’ es ofrecer a Dios las pequeñas o grandes desunidades que nos hacen sufrir, por la plena unidad de los cristianos. A veces, precisamente para vivir en forma visible la unidad entre nosotros y en nuestra familia, decidimos ir todos juntos a una o a la otra iglesia, compartiendo también ciertas prácticas espirituales, como, por ejemplo el ayuno. Un momento significativo fue el Bautismo de nuestra primera hija. Habíamos debatido mucho y por largo tiempo, pero no lográbamos decidir qué era lo más justo: el bautismo católico o el ortodoxo. Obviamente, el valor del sacramento es igual en las dos Iglesias, pero las consecuencias habrían sido profundamente distintas. Hani, de hecho, es diácono y ya había sido temporalmente alejado de su Iglesia debido al matrimonio celebrado con el rito católico-mixto. El Bautismo católico de la hija lo habría puesto en una seria dificultad, no lográbamos tomar una decisión. Entonces Liliana decidió ir a explicar la situación a su obispo, el cual, después de escucharla profundamente, le aseguró que entendería y habría apoyado la decisión que tomáramos según nuestra conciencia. Y esta, como en otras mil ocasiones, no se trataba y no se trata de hacer acuerdos, sino de tratar de entender cuál es la voluntad de Dios en las varias situaciones. Está claro que todo implica un esfuerzo mayor, cuesta sudor, también con los hijos, que desde pequeños no podían entender por qué podían recibir la Eucaristía en la Iglesia ortodoxa, pero no en la católica. De hecho, en la Iglesia ortodoxa, junto al Bautismo, se celebran también los sacramentos de la Comunión y de la Confirmación. Un período más bien difícil fue cuando la más grande de nuestras hijas tenía alrededor de 15 años. Ella empezó, con una cierta agresividad, a pedir autonomía, pero nosotros no estábamos preparados para ese cambio repentino suyo. Las discusiones, muy fuertes, eran casi cotidianas. Tratábamos de protegerla de algunas situaciones que considerábamos riesgosas, pero entre más estábamos encima de ella, más se rebelaba. Tampoco fue fácil entre nosotros, porque a menudo la forma con la que cada uno de los dos afrontaba las situaciones no las compartíamos. En medio de toda esta confusión, siempre tratábamos de mantener algunos puntos que nos parecían importantes, como la oración todos juntos, o bien la humildad de pedirnos disculpas, también con los chicos. A un dado momento entendimos claramente que lo primero a los que teníamos que apuntar era a la unidad entre nosotros dos. Al dar este paso, juntos encontramos la luz para decidir darle confianza. La situación en casa mejoró, confirmando que también en el matrimonio ‘mixto’ los dos esposos tienen la posibilidad de ser “una sola cosa en Dios” y dar este testimonio a los hijos y al mundo que nos rodea.
Poner en práctica el amor
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