La Navidad es considerada por la mayoría como una gran fiesta entre tantas, más suntuosa que sagrada, por ende es bueno volver a algunos de los aspectos más auténticos de este evento. Hay un contraste abismal entre el nacimiento de un potente de la tierra, como lo soñaba y realizaba el mundo antiguo, y el nacimiento oscuro e ignorado de Jesús; un contraste que ya de por sí caracteriza su infinita originalidad, inesperada, un Cristo – rey, que nace de una pobre mujer, en un establo, en el frío y la desnudez. No resulta que sea realmente un Dios. Un inicio de una revolución así no prevé el aspecto de la soberbia: sino de la humildad, para llevar al cielo a los hijos de Dios, empezando por quienes comían y dormían al descubierto: los esclavos, los desempleados, los forasteros: la plebe. Con ese infante nació la libertad y el amor. Este es el inmenso descubrimiento. El amor universal que Él nos enseñó apunta a hacer desaparecer un sistema de convivencia formado en gran parte por la prepotencia política, el abuso de la autoridad, la usura ociosa, el desprecio del trabajo, la degradación de la mujer, la envidia corrosiva, base sobre la cual se implanta el régimen sobre millones de esclavos, es decir seres sin derechos, auténticos vivientes muertos. Lógicamente para las personas inscritas en este sistema este anuncio es una locura: cosa de galera y de patíbulo. Él lo sabe: “Serán odiados por todas las naciones por causa de mi nombre”. Bienaventurados los pobres que se vuelven pobres para ayudar a los miserables. “Bienaventurados ustedes que ahora tienen hambre… pero ¡ay de ustedes ricos!”. Imagínense la furia, el escándalo de estos, para quienes el dinero era el sumo bien y signo de la bendición de Dios, ellos que asesinaban y asesinaban para adquirir hectáreas y hectáreas, y desencadenaban desórdenes demagógicos y terminaban enfermos del hígado o con infarto con tal de aumentar el capital. “Amen a sus enemigos, hagan el bien a quien los odia… A quien te pega en la mejilla, preséntale la otra… Da a quien te exige y a quien te pide de lo tuyo no le pidas que te lo devuelva… Fue dicho por los antiguos: no matarás: quien mate será llevado a juicio. Pero yo les digo que todo aquél que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal…”. La máxima parecía y parece perjudicial para el honor de los soldados y de las industrias bélicas; porque no odiarse con el hermano equivale a ponerle fin a las luchas, las facciones, la violencia. Dicha máxima haría de la sociedad -¡pobres nosotros!- una cohabitación pacífica. La vida, en paz, consentiría hacer de cada día una Navidad. Y esta es la revolución de Cristo: hacernos renacer continuamente contra la maldición de la muerte. Por lo tanto el máximo mandamiento –Él lo dijo- es amar al hombre; que es amar a Dios. Amar al otro hasta dar la vida por él y no odiarlo hasta matarlo. Esto, en síntesis, es el significado de la Navidad nueva de la humanidad, establecida para permitirle remontarse a la divinidad. Revisión del pasado, fin de las guerras, de las pasiones indecentes, de la avaricia; inicio del amor universal, que hace “de todos uno”, y no admite divisiones de casta, clase, política… con su vida y con su muerte, Jesús predica y enseña la vida. Pero los malos no quieren la vida: quieren la muerte. Y por ello han trabajado con intensidad concorde, hoy con las armas atómicas, la intoxicación ecológica, la anarquía en la distribución del petróleo y de los víveres, preparan el fin de la humanidad. Muchos se ilusionan divirtiéndose con mitologías. Aman la paz, pero intentan tratados bélicos; buscan la igualdad económica, y con el odio de clases alimentan las diferencias; desencadenan desórdenes y huelgas no necesarios con los que dañan a la gente común, suscitando en estos años, como en 1920-22, el deseo de un régimen presuntamente “fuerte” creyendo que con esto se pueda vivir tranquilos. Una incoherencia, la Navidad se celebra con el panettone, si ayuda a suscitar el amor; pero se celebra sobre todo con la reconciliación, que pone fin a las enfermedades del espíritu y da más salud. Se celebra con la gratitud al Señor y a María, que sufrieron para enseñarnos y ayudarnos a poner fin a nuestro sufrimiento. en: «Città Nuova», 1974, n.24.
Poner en práctica el amor
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