«Llegué a casa de mi madre, pocas horas después del primer terremoto fuerte. Estuvimos tratando de entender qué hacer, cómo organizarnos para la noche… cada pocos minutos nos parecía que teníamos que salir corriendo! ¿Y cómo hacer con las personas que viven en mi mismo edificio? Así, con un poco de coraje, las invito a todas a salir juntas, a ubicarnos para pasar la noche en un gimnasio comunal cercano, donde la Protección Civil estaba organizando un Centro para recibir la gente.
Alrededor nuestro un centenar de miradas perdidas, niños y recién nacidos con lágrimas, ancianos en silla de ruedas….
Me callo, no digo nada, porque el que sufre tiene una sensibilidad especial por lo cual no se precisan muchas palabras. Las personas sienten el amor a través de pequeños hechos concretos de compasión. Es lo que trato de hacer esa noche. Pero dentro el corazón se me parte en dos.
Llega un momento en que cada palabra parece inútil y muy frágil, las palabras rechinan más que los ladrillos que se desmoronan en la zona de Emilia, mi tierra que –nunca lo habría dicho – ha engullido la vida de personas que hasta ayer tenían una existencia tranquila y sin muchos sobresaltos, a pesar de la crisis.
La tierra sigue temblando. El tiempo transcurre inexorable y lentísimo, la noche parece no terminar nunca.
Y así ocurre en los días siguientes, en cada momento…
Después de haber acomodado el apartamento por la caída de un mueble y la rotura de otros objetos de poco valor, convenzo finalmente a mi mamá que se vaya de la zona “roja”, y que se mude a lo de mi hermana que vive a casi 150 Km de distancia.
Luego un segundo movimiento, mi ciudad natal es ahora una ciudad fantasma: muchas casas destruidas, miles de personas que duermen afuera de la casa, en carpas o se van lejos. Y la tierra sigue temblando.
En Modena una maestra cuenta: “Esta mañana me encontré bajo la cátedra, el brazo de un niño que estaba cerca mío y que temblaba, mientras los otros me llamaban y yo no podía hacer otra cosa más que decirles: quédense tranquilos. Veinte segundos son un soplo pero pueden convertirse en una eternidad. Alguno llora, pero salen todos atrás mío. Nos agarramos a pocas cosas seguras, con el otro que tenemos al lado. En medio del jardín, entre los árboles, los padres llegan poco a poco, las caras aterrorizadas que buscan la única cosa que queda firme en el terremoto: las caras de sus hijos”.
Tengo en los ojos la tristeza y las miradas desconsoladas de las personas que conozco de mi pueblo, de los ancianos principalmente, y de los niños…. y también de los sacerdotes que no tienen más la iglesia en pie: Jesús Eucaristía fue el primer desalojado, en todos los pueblos tocados por el terremoto.
Las iglesias de ladrillos no están más, pero el primer ladrillo para reconstruir somos nosotros. La pregunta que hay que responder es: ¿hay algo en la vida que no tiemble? ¿Qué quiere decirnos el Señor con todo esto? A veces la suya es una escritura “ilegible”. Se precisa fé, y basta un poquito para “mover las montañas”, pidamos que pueda de verdad “detener las llanuras”!
¿Hay algo que no cae? Sí, Dios Amor. Todo se puede derrumbar, pero Dios queda.
Mientras tanto, llegan mensajes de todas partes del mundo, de amigos, familiares: estamos con ustedes, rezamos por ustedes, somos el mismo cuerpo y cuando una parte del cuerpo sufre todo el cuerpo sufre. Sí, somos una cosa sola y esto da fuerza, da energía y nueva vida!
La gente de Emilia es fuerte, tenaz y trabajadora. Tiene un profundo sentido de la solidaridad y de lo que significa compartir. Las maestras de mi pueblo, algunos días después del cierre de las escuelas, fueron a los campamentos donde estaba la gente alojada, vestidas de payasos para que sus alumnos se diviertan, ésos alumnos que habían pasado la noche en carpa o en el auto….
Estamos viviendo un tiempo de oscuridad, pero existe también la esperanza de que los escombros no sean la palabra “fin”.»
Sr. Carla Casadei, sfp
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