“El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá atener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna”.
Las palabras de Jesús están dirigidas a todos nosotros, sedientos en este mundo: a los que son conscientes de su aridez espiritual y aún sienten los aguijonazos de la sed, y a quienes no advierten ya ni siquiera la necesidad de saciarse en la fuente de la verdadera vida y de los grandes valores de la humanidad.
Jesús dirige también una invitación a todos los hombres y mujeres de hoy; y nos revela dónde podemos encontrar respuesta a nuestros porqués y la plena satisfacción de nuestros deseos.
Nos corresponde a todos nosotros, entonces, recurrir a sus palabras, dejarnos embeber por su mensaje.
¿Cómo?
Evangelizando nuestra vida, confrontándola con sus palabras, tratando de pensar con la mente de Jesús y de amar con su corazón. Cada instante en el que tratamos de vivir el Evangelio bebemos una gota de esa agua viva.
Cada gesto de amor para con nuestro prójimo es un sorbo de esa agua.
Es así porque esa agua tan viva y preciosa tiene algo especial: brota en nuestro corazón toda vez que lo abrimos al amor hacia todos. Es un manantial –el de Dios– que da agua en la medida en que su vena profunda sirve para saciar la sed de los demás, a través de pequeños o grandes actos de amor.
Hemos comprendido que, para no sufrir la sed, tenemos que donar el agua viva que en nosotros mismos obtenemos de él.
Bastará una palabra, a veces, una sonrisa, un simple ademán de solidaridad… para darnos de nuevo un sentimiento de plenitud, de satisfacción profunda, un surtidor de alegría. Y si seguimos dando, ese manantial de paz y de vida dará agua cada vez más abundante, y no se secará nunca.
Hay otro secreto que Jesús nos ha revelado, una suerte de pozo sin fondo donde recurrir. Cuando dos o tres se unen en su nombre, amándose con su mismo amor, Él está presente en medio de ellos[1]. Y es entonces cuando nos sentimos libres, uno, llenos de luz, y cuando manantiales de agua viva brotan de nuestro seno[2]. Es la promesa de Jesús que se demuestra cierta porque de él mismo, presente en medio de nosotros, emana el agua que sacia para la eternidad.
Chiara Lubich
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