Esta Palabra forma parte de un acontecimiento simple y altísimo al mismo tiempo: se trata del encuentro entre dos gestantes, entre dos madres, cuya simbiosis espiritual y física con sus hijos es total. Ellas son su boca, sus sentimientos. Cuando habla María, el niño de Isabel se estremece en su vientre. Cuando habla Isabel pareciera que las palabras le han sido puestas en los labios por el Precursor. Y, aunque las palabras de su himno de alabanza a María están dirigidas personalmente a la madre del Señor, “adquieren carácter de verdad universal: la bienaventuranza vale para todos los creyentes y concierne a aquellos que acogen la Palabra de Dios y la ponen en práctica, y encuentran en María el modelo ideal” (1).
«Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
Es la primera bienaventuranza del Evangelio que se refiere a María, pero también a todos aquellos que la quieren seguir e imitar.
En María hay un vínculo estrecho entre fe y maternidad, como fruto de la escucha de la Palabra. Además Lucas nos refiere algo que tiene que ver también con nosotros. Más adelante, en su Evangelio, Jesús dice: “Mi madre y mis hermanos son los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en práctica” (2).
Casi como anticipando estas palabras, Isabel, movida por el Espíritu Santo, nos anuncia que todo discípulo puede volverse “madre” del Señor. La condición es que crea en la Palabra de Dios y la viva.
«Feliz de ti por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor».
María, después de Jesús, es la que mejor supo decir “sí” a Dios. En esto, sobre todo, radica su santidad y su grandeza. Por eso, si Jesús es el Verbo, la Verdad encarnada, María, por su fe en la Palabra, es la Palabra vivida, aunque sea criatura como nosotros, igual a nosotros.
El rol de María, como madre de Dios, es excelso y grandioso. Pero Dios no llama sólo a la Virgen a gestar a Cristo en sí misma. Si bien de otra manera, todo cristianos está llamado a un rol semejante: el de encarnar a Cristo hasta repetir, como San Pablo: “Y ya no vivo yo,.sino que es Cristo que vive en mí” (3).
Pero, ¿cómo hacerlo realidad?
Con la actitud de María ante la Palabra de Dios, es decir, con total disponibilidad. En creer, con María, que se verificarán todas las promesas encerradas en la Palabra de Jesús y, si fuera necesario, afrontar como María el riesgo del absurdo que comporta a veces su Palabra.
Grandes o pequeñas, pero siempre maravillosas, son las cosas que le suceden a quien cree en la Palabra. Se podrían llenar libros con los hechos que lo prueban.
¿Quién podrá olvidar que, en plena guerra, creyendo en las palabras de Jesús, “pidan y se les dará” (4), pedimos todo lo que muchos pobres necesitaban y vimos llegar bolsas de harina, cajas de leche, latas de mermelada, leña, ropa?
Esas mismas cosas suceden también hoy. “Den y se les dará” (5), y los depósitos de la caridad siempre se llenan, a medida que se van vaciando.
Pero lo que más llama la atención es lo verdaderas que son siempre, y en todas partes, las palabras de Jesús. Y la ayuda de Dios llega puntualmente aún en situaciones imposibles, y en los puntos más aislados de la tierra, como le sucedió hace poco a una madre que vive en una condición de gran pobreza. Un día se sintió impulsada a dar sus últimas monedas a una persona más pobre que ella. Creía en ese “den y se les dará”, del Evangelio. Y se sentía con una gran paz en el alma. Poco después llegaba a casa su hija más pequeña y le mostraba el regalo que le había dado un viejo pariente que, por casualidad, había pasado por allí: en su manita mostraba las monedas multiplicadas.
Una “pequeña” experiencia como ésta nos impulsa a creer en el Evangelio; pero cada uno de nosotros puede probar esa alegría, esa dicha que viene de ver realizarse las promesas de Jesús.
Cuando, en la vida de todos los días, en la lectura de las Sagradas Escrituras nos encontremos con la Palabra de Dios, abramos nuestro corazón a la escucha con la fe de que, lo que Jesús nos pide y promete, sucederá. No tardaremos en descubrir, como María y como esa madre, que él mantiene sus promesas.
Chiara Lubich
1) G.Rossé, Il Vangelo di Luca, Roma, 1992.
2) Lc 8, 21.
3) Gal 20, 20.
4) Mt 7, 7.
5) Lc 6, 38
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