«Mi hermano nació el 12 de marzo de 1995 en la ciudad de Bié, en el sur de Angola. Era un niño alegre, amaba la naturaleza, le gustaba treparse a los árboles, recoger fruta y regalársela a los demás. Era vivaz, activo y desde pequeño había comenzado a trabajar. A los 15 años comenzó a alcanzar sus objetivos. No queriendo ser un peso para sus padres, comenzó a trabajar como auxiliar de albañil. Después, a los 16 años, como mecánico de motos y bicicletas. Soñaba con ser médico para ayudar a las personas, como nuestro padre. Sí, porque les estoy contando la historia de mi hermano. Hace dos años, junto con tres de sus amigos, fueron al mar. Mientras estaban volviendo a casa, fueron sorprendidos por unos policías. En ese período había una fuerte tensión en la ciudad, mucha violencia. Para apaciguarla, la policía había impuesto un toque de queda: todos los que estaban fuera de sus casas después de las 18 horas debían ser arrestados. Era un modo de asustar a los delincuentes y tranquilizar a la población. La mayoría de las personas, sin embargo, no había sido aún advertida de esta decisión, en su primer día de aplicación. Entre éstos, mi hermano y sus amigos, que se encontraron simplemente en el lugar equivocado en el momento equivocado. Mi hermano, confundido con un delincuente, fue arrestado. El tiempo pasaba y él no volvía a casa. Angustiados, fuimos a buscarlo por todos lados: en la casa de nuestros familiares, en los hospitales, en la cárcel, en la playa donde había estado. Pero no había ningún indicio de mi hermano. Al final, un tío nos propuso ir a buscarlo en el último lugar al cual habríamos querido ir: la morgue. Su cuerpo estaba allí. Tenía sólo 20 años y el futuro por delante. Fue un momento muy duro, un dolor grandísimo para nuestra familia. Por las señales de su cuerpo se notaba que los policías habían sido muy crueles y que había sufrido muchísimo antes de morir. Esta tragedia provocó una profunda crisis, especialmente en mi padre. Él que había elegido trabajar para salvar vidas humanas, ahora se encontraba delante del drama de un hijo que no había podido ayudar… Conocía la espiritualidad del Movimiento de los Focolares desde hacía mucho tiempo, y trataba de poner en práctica concretamente el Evangelio. Al donarme a los demás había encontrado la plenitud en mi vida. Pero con la muerte de mi hermano nació en mí un sentimiento de odio hacia los policías que habían cometido esta atrocidad. El dolor escavaba dentro mío un vacío imposible de llenar. Viví un largo trabajo interior: en lo profundo de mi corazón, de hecho, sentía que quería comenzar un proceso hacía el perdón. No fue fácil. Sólo Dios podía llenar ese vacío y hacer que mi corazón fuera capaz de misericordia. En este camino, el amor de la comunidad de los Focolares de mi ciudad fue fundamental. Mi sentí amada, escuchada y ayudada por todos. Así encontré dentro de mí la fuerza para poder hacer esta elección. Descubrí el don de la paz reconstruyéndola antes que nada dentro de mí. Hasta llegar a mirar a cada policía con los ojos y el corazón llenos de misericordia.»
Poner en práctica el amor
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