En Cuaresma, la Iglesia nos recuerda que nuestra vida es un camino hacia la Pascua, en la que Jesús, con su muerte y resurrección, nos introduce en la vida verdadera, el encuentro con Dios. Un camino no exento de dificultades y de pruebas, comparable a una travesía por el desierto.
Fue precisamente en el desierto, cuando estaba marchando hacia la tierra prometida, que el pueblo de Israel abandonó por un momento a su Dios y adoró a un becerro de oro.
Jesús también recorre el mismo camino por el desierto y es tentado por Satanás para que adore el éxito y el poder. Pero él corta de raíz con cualquier lisonja del mal y se dirige con decisión al único bien:
«Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»
Al igual que al pueblo judío y a Jesús, a nosotros tampoco nos faltan tentaciones cotidianas que pretenden desviarnos hacia recorridos más fáciles. Nos invitan a buscar nuestra felicidad y a depositar seguridad en la eficiencia, en la belleza, en la diversión, en la posesión, en el poder…, todas realidades que, de por sí, serían positivas, pero que pueden ser absolutizadas y que a menudo son propuestas por la sociedad como auténticos ídolos.
Pero cuando no se reconoce y no se adora a Dios, es inevitable que comiencen a insinuarse otros “dioses”, y es así como aparece el culto a la astrología, la magia…
Jesús nos recuerda que la plenitud de nuestro ser no consiste en la búsqueda de estas cosas que pasan, sino en ponernos delante de Dios, del cual proviene todo, y en reconocerlo como lo que él es verdaderamente: el creador, el señor de la historia, nuestro todo: ¡Dios!
Si allá en el Cielo, hacia donde nos encaminamos, lo alabaremos incesantemente, ¿por qué no anticiparnos, y alabarlo ya desde ahora? Qué sed sentimos a veces, nosotros también, de adorar, de alabarlo en el fondo de nuestro corazón, vivo en el silencio de los tabernáculos y en la festiva asamblea de la Eucaristía.
«Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»
Pero, ¿qué significa “adorar” a Dios?
Es una actitud que sólo se puede tener con él. Adorar significa decirle a Dios: “Tú eres todo”, es decir: “Eres el que es”, y yo tengo el privilegio inmenso de la vida para reconocerlo.
Adorar significa también agregar: “Yo soy nada”. Y no decirlo sólo de la boca para afuera. Para adorar a Dios tenemos que anularnos a nosotros mismos y hacer que él triunfe en nosotros y en el mundo. Esto implica una atención constante puesta en derribar esos ídolos falsos que sentimos la tentación de construirnos en la vida.
Pero el camino más seguro para alcanzar la proclamación existencial de la “nada” de nosotros y del “todo” de Dios, es completamente positiva. Para anular nuestro modo de pensar, basta con pensar en Dios y tener sus pensamientos, que nos han sido revelados en el Evangelio. Para anular nuestra voluntad basta con cumplir su voluntad del momento presente. Para anular nuestros afectos desordenados, basta con tener en el corazón el amor a Dios y amar a nuestros prójimos compartiendo sus preocupaciones, sus penas, sus problemas y sus alegrías.
Si somos “amor” siempre, sin darnos cuenta seremos “nada” para nosotros mismos. Por eso, para vivir nuestra “nada”, afirmemos con la vida la superioridad de Dios, su ser todo, abriéndonos a la verdadera adoración.
«Adorarás al Señor, tu Dios, y a él solo rendirás culto»
Cuando, hace ya muchos años, descubrimos que adorar a Dios significaba proclamar el “todo” de él y la “nada” de nosotros, compusimos una canción que decía: “Si en el cielo se apagan las estrellas/ si cada día muere/ si en el mar la ola se anula y no retorna/ es por tu gloria. / Porque a tí la creación te canta: / Todos eres./ Y cada día se dice a sí mismo: / Nada soy”.
La consecuencia de nuestro anularnos por amor era que nuestra “nada” se colmaba del “todo”, Dios, que entraba en nuestro corazón.
Chiara Lubich
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