Al salir de Cafarnaún, Jesús vio sentado a su mesa a un recaudador de impuestos llamado Mateo. Este hombre ejercía un oficio que lo hacía odioso para la gente, y se lo asociaba a los usureros y explotadores que se enriquecían a costa de los demás. Los escribas y los fariseos los consideraban pecadores públicos, tanto que le achacaban a Jesús que fuera “amigo de publicanos y pecadores” y se sentara a comer con ellos1.
Por eso, contra toda convención social, Jesús llamó a Mateo a seguirlo y aceptó ir a comer a su casa, lo mismo que hará más adelante con Zaqueo, el jefe de los recaudadores de Jericó. Ante la exigencia de que explicara su comportamiento, Jesús dirá que él vino a curar a los enfermos, no a los sanos, y a llamar no a los justos, sino a los pecadores. Su invitación, también esta vez, estaba dirigida justamente a uno de ellos.
«Sígueme»
Jesús ya les había pedido esto a Andrés, Pedro, Santiago y Juan a orillas del lago. La misma invitación, con distintas palabras, la haría a Pablo camino de Damasco.
Pero Jesús no se detuvo entonces: a lo largo de los siglos ha seguido llamando a hombres y mujeres de todos los pueblos y naciones. Hoy también pasa por nuestra vida, nos encuentra en lugares distintos, lo expresa de diversas maneras, y nos hace sentir nuevamente su invitación a seguirlo.
Nos llama a estar con él porque quiere instaurar una relación personal, y al mismo tiempo nos invita a colaborar en el gran proyecto de una humanidad nueva.
Nuestras debilidades, nuestros pecados, nuestras miserias, no le importan. El nos ama y nos elige tal cual somos. Su amor será el que nos transforme y nos dé la fuerza de responderle y el coraje de seguirlo, como hizo Mateo.
Tiene, además, un proyecto de vida, un llamado particular para cada uno. Se lo siente interiormente por una inspiración del Espíritu Santo, o a través de determinadas circunstancias, o por un consejo, una señal de que nos quiere… Aunque se manifieste de distintas maneras, resuena la misma palabra:
«Sígueme»
Recuerdo cuando yo misma advertí este llamado de Dios. Era una mañana muy fría de invierno en Trento. Mi mamá le había pedido a mi hermana menor que fuera a comprar la leche, a dos kilómetros de casa, pero hacía demasiado frío y ella no estaba de ánimo; mi otra hermana también se negó. Entonces me ofrecí: “Voy yo, mamá”, y tomé la botella. Salí de casa y, a mitad de camino, sucedió algo especial: sentí como si el cielo se abriera y Dios me invitara a seguirlo: “Date toda a mí”, percibí en mi interior.
Era un llamado explícito, al que quise responder enseguida. Lo hablé con mi confesor, quien me permitió darme a Dios para siempre. Era el 7 de diciembre de 1943. Nunca lograré explicar cabalmente lo que pasó ese día en mi corazón: había desposado a Dios. De él podía esperarlo todo.
«Sígueme»
Esta palabra no tiene que ver sólo con un momento determinante de elección de nuestra vida, Jesús nos la sigue diciendo cada día. “Sígueme”, parece sugerirnos ante los más simples deberes cotidianos; “Sígueme”, en esa prueba que has de abrazar, en esa tentación que has de vencer, en ese servicio que has de cumplir.
¿Cómo responderle concretamente?
Haciendo lo que Dios quiere de nosotros en el presente, que siempre lleva consigo una gracia particular. El empeño de este mes será, por lo tanto, darse a la voluntad de Dios con decisión, darse al hermano y a la hermana que hemos de amar, al trabajo, al estudio, a la oración, al descanso, a la actividad que tenemos que hacer.
Aprender a escuchar en lo profundo del corazón la voz de Dios, que habla también con la voz de la conciencia y que nos dirá lo que él quiere de nosotros en cada momento, dispuestos a sacrificar todo para realizarlo.
“Oh Dios, haz que te amemos no sólo cada día más, porque pueden ser demasiado pocos los días que nos restan; haz que te amemos en cada instante presente con todo el corazón, el alma y las fuerzas, en esa que es tu voluntad”.
Es el mejor sistema para seguir a Jesús.
Chiara Lubich
1) Cf Mt 11, 19; 9, 10-11.
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