«Una llamada inesperada de mi hermano: su hijo había quedado involucrado en un accidente vial. Mi sobrino estaba yendo a buscarlo al lugar de trabajo, pero mientras manejaba tuvo un ataque de sueño y fue a dar con una moto en la que viajaban dos colegas que quedaron sin vida. Ambos estaban casados y tenían hijos. Para mí fue un shock, un dolor desgarrador. En seguida fui a la cárcel a ver a mi sobrino. No tenía palabras. Podía sólo llorar con él. Era de mañana y mi sobrino y los demás presos no habían desayunado. Fui a comprar algo de comida y luego le pedí al guardia si podía limpiar su celda. Más tarde llegó mi hermano llorando y me quedé a su lado, en silencio. Entendí que el paso siguiente tenía que ser el de pedir perdón a las familias de las dos víctimas. Pero ¿cómo hacer? Mi hermano, superando todos los temores, aceptó ir a ver a las familias afectadas y pedirles su perdón. Fuimos juntos donde vivía la primera familia y encontramos a la viuda realmente enfurecida. Traté de escucharla y asumir su dolor; luego la abracé diciendo: “Estamos aquí para pedirles perdón, sin esperar ser perdonados. No logramos comprender el por qué de esta tragedia… pero tratamos de creer en el misterioso amor de Dios”. Después queríamos pedir perdón a los padres, pero sus familiares nos habían aconsejado no hacerlo, porque se imaginaban que la madre estaría fuera de sí. Sin embargo, aunque fuera difícil, sentíamos que teníamos que hacerlo. En efecto, ella se dirigió hacia nosotros gritando; en silencio y confiando en Dios la abracé fuerte pidiéndole que nos perdonara, también en nombre de mi sobrino. Le aseguré que encontraríamos la manera de cuidar de su familia, encargándonos de los estudios de las tres hijas. Experimentaba profundamente su dolor, pero al mismo tiempo sentía que sólo Dios puede dar la paz… y a Él los encomendé a ellos y a nosotros mismos, sostenida por la unidad de la comunidad del Movimiento. Con la familia de la otra víctima pasó algo parecido. Mi sobrino fue puesto en libertad tres semanas más tarde. Las familias de las víctimas aceptaron no presentar la denuncia, a cambio de una indemnización económica. Con mis hermanos y hermanas recogimos y juntamos todo lo que teníamos y así alcanzamos el monto necesario. Esta tragedia produjo mayor unidad en nuestra familia. Un año más tarde, me puse nuevamente en contacto con la viuda. Para mi gran sorpresa, me dijo: “Quiero disculparme por como los traté a usted y a su hermano”. Desde entonces nos volvimos amigas y pude hablarle de mi fe en el amor de Dios. Ahora le envío el “pasapalabra” (una frase para vivir el Evangelio) y ella a su vez la reenvía a sus amigos. Hace dos meses, me invitó a una reunión familiar para celebrar el título obtenido por su hija mayor. Durante una Mariápolis en la que participó, me dijo: “Si no hubiera sido por ese accidente, nunca te hubiera encontrado a ti y a los Focolares. Esto le dio un vuelco a mi vida, me siento más cerca de Dios”. Sentí entonces que podía preguntarle si lograba perdonar a mi sobrino. Me contestó: “Ya lo perdoné. No hay rastros de odio ni por tu sobrino ni por su familia”. Me di cuenta de que realmente es un don enorme recibir la misericordia de Dios y, ayudados por Él, ofrecer el perdón a los demás». M.R. Fuente: New City Philippines
Poner en práctica el amor
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