«“La historia de una familia está surcada por crisis de todo tipo”, afirma el papa Francisco, cuando empieza a hablar de la crisis de pareja en Amoris Laetitia (AL 232 y ss.), identificando las distintas fases con mucho realismo. Esas páginas parecen contar mi historia. Yo, que siendo un niño de apenas 5 años, por la guerra me quedé huérfano de padre y de perspectivas. Yo, que siendo joven, encontré en el amor de una chica un soplo de vida nueva y una esperanza de felicidad. Yo, que hecho hombre, me sentí defraudado y me quedé solo. Pero también el relato de una comunidad que acoge y salva. Una vez finalizados los estudios náuticos, me embarqué en los buques de la Marina Mercante y durante unos días de permiso conocí a Mariarosa y floreció el amor. Un sentimiento tan grande que no admitía distancias. Por ella dejé el mar. El nuevo trabajo nos obligó a vivir lejos de nuestras familias, de los amigos, de la vida de siempre. Todo el universo estaba encerrado en nosotros dos envueltos en un sueño. Tanto ella como yo concentrábamos en el otro cualquier expectativa de felicidad. Todo marchaba sobre ruedas hasta que nuestras diversidades, que en un primer momento resultaban atrayentes, empezaron a molestarnos, hasta el punto de que nos parecían inaceptables. Llegamos a no reconocernos más y a convencernos de que habíamos elegido a la persona equivocada. Con amarga decepción, tuvimos que admitir que el sueño se había acabado. Y con él, nuestro matrimonio. Nos dejamos. Me encontré solo, en una casa vacía, sumido en la rabia y en la desesperación. Luego de una fiesta de bodas de un colega, uno de los invitados me dio ánimo para volver a casa. Animado por su escucha profunda, le conté mi situación. Él me brindó su amistad, pero yo, decepcionado por la vida y por las personas, le contesté que ya no creía en la amistad. “Yo te propongo una amistad nueva – dijo reanudando el discurso con confianza – la de amarnos como Jesús nos amó”. Ese “como” abrió una brecha en mi alma. Empecé a verme con su familia y sus amigos del Focolar, amigos que se volvieron también mis amigos. Era realmente lo que necesitaba: la cercanía de personas que no me juzgaban, no me daban consejos, no se jactaban de su propia felicidad. Por el contrario sabían comprender la angustia de quienes como yo estábamos a la deriva. Su manera de vivir era como un espejo en el que veía reflejado todo mi pasado, marcado por una serie de errores y egoísmos ensartados, que lo habían malogrado. Sobre su ejemplo, yo también empecé a hacer algo bueno por los demás. Dos años después, recibí una carta de Mariarosa, absolutamente inesperada. También ella en su ciudad, a través de caminos completamente distintos, había conocido a personas que le hicieron encontrar la mirada de amor de Jesús. Titubeantes, nos volvimos a encontrar y en ese momento advertimos que Dios nos había dado un corazón nuevo y la certeza de que nuestro amor podía volver a florecer. Un amor cuya medida ya no era esperar, sino dar. En la misericordia empezó una trayectoria hasta la refundación de nuestra familia, que se alegraría por la llegada de seis hijos, entre ellos, tres gemelas. Ya no aislados sino compartiendo con otras parejas iniciábamos el recomenzar de cada día, experimentando que aún en medio de las fatigas y de las pruebas, que nunca faltan, podemos construirnos como pareja con un horizonte de felicidad, en una vida cotidiana en la que se entrelazan comunión, reciprocidad, profundo deseo de compartir sentimientos, propósitos, donación hacia los hijos y hacia todos. Experimentamos así, en la alegría, como escribe Francisco, que una crisis superada lleva realmente a “mejorar, asentar y madurar el vino de la unión”. Y también que cada crisis es la ocasión para “llegar a beber juntos el mejor vino” (AL 232)».
Poner en práctica el amor
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