¡Oh Jesús Eucaristía!, qué presunción, qué audacia hablar de ti que en la iglesias de todo el mundo conoces las confidencias secretas, los problemas ocultos, los suspiros de millones de personas, las lágrimas de gozosas conversiones, que sólo tú sabes, corazón de los corazones, corazón de la Iglesia. No lo haríamos para no romper el sigilo que se debe a un amor tan grande y vertiginoso; sólo porque nuestro amor, que quiere vencer todo temor, desea ir un poco más allá del velo de la blanca hostia, del vino del cáliz dorado. ¡Perdona nuestra osadía! Pero el amor quiere conocer para amar aún más, para no terminar nuestro camino en la tierra sin descubrir por lo menos un poco quien eres tú. Además debemos hablar de la Eucaristía porque somos cristianos y en la Iglesia, nuestra madre, vivimos y llevamos el Ideal de la unidad. Ahora bien, ningún misterio de la fe tiene tanto que ver con la unidad como la Eucaristía. La Eucaristía abre la unidad y desentraña todo su contenido: es por ella que se verifica, en efecto, la consumación de la unidad de los hombres con Dios y de los hombres entre ellos; de la unidad de todo el cosmos con su Creador. Dios se ha hecho hombre. Y he aquí a Jesús en la tierra. Tenía la posibilidad de hacer cualquier cosa. Pero entraba en la lógica del amor que él, habiendo efectuado un semejante paso de la Trinidad a la vida terrena, no se quedase solo durante 33 años -aun teniendo una vida divinamente extraordinaria como la suya- sino que encontrase el modo de permanecer y sobre todo de estar presente en todos los puntos de la tierra y por todos los siglos, en el momento cumbre de su amor: sacrificio y gloria, muerte y resurrección. Y se ha quedado. Ideada por su fantasía divina, inventó la Eucaristía. La Eucaristía es el amor de Cristo. Es su amor que llega hasta el extremo. Teresa de Lisieux diría: “¡Oh, Jesús! Déjame decirte en un delirio de gratitud, déjame decirte que tu amor raya en locura (…)”[1]. Pero escuchemos cómo aconteció. Nos lo cuentan Mateo, Marcos, Lucas y Pablo. Lucas dice: «Llegada la hora, se puso a la mesa con sus discípulos; y les dijo: “He deseado vivamente comer esta pascua con vosotros antes de mi pasión. Os digo que ya no la comeré hasta que se cumpla en el reino de Dios”. (…) Luego tomó pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía”. Y de la misma manera hizo con el cáliz, después de la cena, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros” (Lc 22,14-20). Si no fuese Dios, no sabría cómo pudo Jesús exponer en tan pocas y solemnes palabras, realidades tan nuevas, tan imprevisibles, tan abismales, que extasían, porque frente a ellas el ser humano no resiste. Jesús, allí eres el único que sabe todo lo que está sucediendo, el único consciente de que tu gesto concluye siglos de espera, el que ve las infinitas consecuencias de lo que estás operando para componer el plan divino previsto desde siempre por la Trinidad; ese plan que teniendo su comienzo en la tierra, penetra en los futuros abismos del Reino. Si tú -repito- no fueses Dios, ¿cómo podrías hablar y actuar así? Pero algo se trasluce de lo que tu corazón santísimo siente: “¡He deseado vivamente!”, y hay una inmensa felicidad; “antes de mi pasión”, y el gozo abraza la cruz, es el vínculo del uno con la otra; porque lo que ibas a hacer era tu testamento y un testamento no vale sino después de la muerte. Tú nos dejabas una herencia inconmensurable: tú mismo. Después Jesús “dio gracias”. Eucaristía significa “gran acción de gracias”; y la acción de gracias por excelencia era la que dirigía al Padre por haber acompañado y salvado a la humanidad interviniendo con los modos más extraordinarios. Y, tomando el pan y el cáliz, dijo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía (…). Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre, que es derramada por vosotros”. He aquí la Eucaristía. Es el milagro. La Eucaristía es -según santo Tomás de Aquino- el milagro más grande de Jesucristo[2]. Jesús celebra su Pascua como un banquete. En cada casa la hora de la cena es la de mayor intimidad, de la fraternidad y con frecuencia la de la amistad y de la fiesta. El banquete que Jesús preside se celebra como la Pascua de los Judíos y, como tal, encierra en síntesis toda la historia del pueblo de Israel. La última cena de Jesús es el cumplimiento de todas las promesas de Dios. Los elementos nombrados en la cena están impregnados del significado adquirido en el Antiguo testamento. El pan era considerado don de Dios y medio indispensable de vida, símbolo de comunión, recuerdo del maná; el vino, llamado por el Génesis “sangre de uvas” (Gen 49,11), era ofrecido también en los sacrificios (Ex 29,40), era símbolo de alegría de los futuros tiempos mesiánicos (Jr 31,12). El cáliz era signo de participación en la alegría y de aceptación de las aflicciones, era el recuerdo de la alianza de Moisés (Ex 24,6). Y pan y vino eran prometidos por la Sabiduría a sus discípulos (Prov 9,1-6). Como el padre de familia, Jesús en sus gestos y en su “plegaria de bendición” repite el rito judaico. Pero en este banquete existe una diferencia y novedad abismales respecto a la Pascua judaica. La cena de Jesús se celebra en el contexto de su pasión y muerte y él, en la Eucaristía, anticipa simbólica y realmente su sacrificio de redención: él es el sacerdote, él es la víctima. Para Atanasio, comer el pan y el vino convertidos en cuerpo y sangre de Cristo es celebrar la Pascua, esto es, revivirla: la Eucaristía es en efecto sacramento de comunión con el Cristo Pascual, con Cristo muerto y resucitado, que ha ‘pasado’ (pascha=paso), entrado en una nueva fase de su existencia, la gloriosa a la derecha del Padre. Por tanto, recibir a Cristo en la eucaristía significa participar ya desde aquí de su vida gloriosa, de su comunión con el Padre[3]. Y las palabras de Jesús: “No volveré a beber de este fruto de la vid hasta el día en que lo beba con vosotros, nuevo, en el Reino de mi Padre” (Mt, 26,29), que han sido traducidas por el conocido exegeta Benoit como una “cita en el Paraíso”[4], dan a la Eucaristía el carácter de un banquete que tendrá su plena realización después de nuestra resurrección. Juan tiene un modo propio de hablar de Jesús Eucaristía. Él cuenta desde el capítulo VI, casi al principio de su Evangelio, que Jesús, después de multiplicar el pan y de haber caminado sobre las aguas, en el gran discurso que mantuvo en Cafarnaúm dice entre otras cosas: “Procuráos no el alimento perecedero, sino el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello” (Jn 6,27). Poco después Jesús se presenta como el verdadero pan bajado del cielo, que debe ser aceptado mediante la fe: “Yo soy el pan de la vida: el que viene a mí no tendrá hambre, y el crea en mí, no tendrá nunca sed” (Jn 6,35). Y aclara cómo podrá ser pan de vida: “y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo (…)” (Jn 6, 51). Jesús ya se ve pan. Es éste, por tanto, el motivo último de su vida aquí en la tierra. Ser pan para ser comido. Y ser comido para comunicarnos su vida. “Este es el pan que baja del cielo, para que el que lo coma no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Si uno come de este pan vivirá para siempre” (Jn 6, 50-51). ¡Qué cortas son nuestras perspectivas ante las de Jesús! Él, que es infinito y viene de la Trinidad, ha auxiliado a un pueblo con milagros y gracias; ha edificado su Iglesia y se encamina hacia la eternidad donde la vida no cesará. Nosotros miramos a lo hodierno, quizás al mañana de esta breve prueba nuestra, y nos angustiamos por menudencias. Estamos muy ciegos. Sí, ciegos, ciegos también nosotros, cristianos. Tal vez vivamos nuestra fe, pero sin una plena conciencia. Comprendemos a Jesús en alguna palabra suya que nos consuela o que nos da una indicación, pero no vemos a Jesús en su totalidad: “En el principio existía la Palabra”, después la creación, después la encarnación, después por medio del Espíritu Santo casi una segunda encarnación en la Eucaristía que nos sirve de viático en la vida, después el Reino con él, divinizados por su persona, que está en su cuerpo y en su sangre hechos Eucaristía. Vista así la realidad, todo adquiere su justo valor, todo está proyectado hacia el Porvenir al que llegaremos si, en la medida de lo posible, tratamos de vivir ya desde aquí en la ciudad celestial, comprometidos con un amor a los hermanos y a la humanidad semejante al de Jesús, que pasó por el mundo haciendo el bien. ¡Qué aventura la vida con esta perspectiva! Los fariseos discutían y Jesús responde y explica, afirmando una y otra vez, hasta que dice: “El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí” (Jn 6, 56-57). “Permanece en mí y yo en él”: ésta es la unidad consumada entre Jesús y la persona humana que se nutre de él, hecho pan. A los hombres se les transmite así la plenitud de la vida que hay en Jesús y que recibe del Padre. Con ello se realiza la inmanencia del hombre en Jesús. En este estupendo capítulo del Evangelio de san Juan, Jesús afirma: “El pan que yo le voy a dar es mi carne por la vida del mundo” (Jn 6,51). Y también: “El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día” (Jn 6,54). “(…) por la vida del mundo”: la Eucaristía, por tanto, comunica ya desde este mundo la vida. Pero ¿qué es la vida? Lo dijo Jesús: “Yo soy la vida” (Jn 11, 25; 14, 6). Este pan nos nutre de Él ya desde aquí. “Y yo le resucitaré el último día”. La Eucaristía da también la vida para el otro mundo. Pero ¿qué es la resurrección? Lo ha dicho Jesús: “Yo soy la resurrección” (Jn 11,25). Es él quien inicia su vida inmortal en nosotros, que no se interrumpe con la muerte. Aunque el cuerpo sea corruptible, la vida, Cristo, permanece en el alma y en el cuerpo como principio de inmortalidad. Grande es este misterio de la resurrección para todos los hombres que razonan con una medida humana. Pero hay un modo de vivir por el cual el misterio llega a ser menos incomprensible. Viviendo el Evangelio desde la perspectiva de la unidad, se experimenta, por ejemplo, que al actuar el mandamiento nuevo de Jesús, este amor reciproco lleva a una unidad fraterna entre los hombres que supera el mismo amor humano, natural. Ahora bien, este resultado, esta conquista, es consecuencia del hacer la voluntad de Dios. De hecho, Jesús sabía que al corresponder nosotros a sus inmensos dones, no seríamos ya “siervos” o “amigos” suyos, sino “hermanos” suyos y hermanos entre nosotros, porque nos nutrimos de su misma vida. Para indicar esta familia de otra naturaleza, el evangelista san Juan usa una imagen sugestiva: la de la vid y los sarmientos (Jn 15). Se nos comunica la misma savia, podríamos decir la misma sangre, la misma vida, es decir, el mismo amor, que es el amor con el que el Padre ama al Hijo (cf Jn 17, 23-26) y circula entre Jesús y nosotros. Se nos hace, pues, consanguíneos, concorpóreos con Cristo. Este es el sentido más verdadero y sobrenaturalmente más profundo con el que Jesús llama a sus discípulos “hermanos” después de la resurrección (Jn 20,17). Y el autor de la epístola a los Hebreos confirma que Jesús resucitado “no se avergüenza de llamarles hermanos” (Heb 2,11). Ahora bien, construida esta familia del Reino de los Cielos, ¿cómo se puede pensar en una muerte que trunque la obra de un Dios con todas las consecuencias dolorosas que esto comporta? No: Dios no podía ponernos frente a un absurdo. Él tenía que darnos una respuesta. Y nos la ha dado revelándonos la verdad de la resurrección de la carne. Ésta para el creyente, ya casi no resulta un misterio obscuro de fe, sino una consecuencia lógica del vivir cristiano; es portadora de la inmensa alegría de saber que nos volveremos a encontrar todos con ese Jesús que nos ha unido de esta forma. La revelación habla de la Eucaristía también en los Hechos de los Apóstoles. La Iglesia primitiva es muy fiel a Jesús actuando sus palabras: “haced esto en memoria mía”. Se dice, en efecto, de la primera comunidad de Jerusalén que: “(…) Acudían asiduamente a la enseñanza de los apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones (Hch 2, 42). Y cuenta este apóstol de Pablo: “El primer día de la semana, estando nosotros reunidos para la fracción del pan, Pablo, que debía marchar al día siguiente, conversaba con ellos y alargó la charla hasta la media noche (…). luego partió el pan y comió; después habló largo tiempo, hasta el amanecer. Entonces se marchó.” (Hch 20, 7-11). También en su primera carta a los Corintios, Pablo muestra su fe ardiente y segura en el cuerpo y en la sangre de Cristo, escribiendo: “La copa de bendición que bendecimos ¿no es acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no es comunión con el cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10,16); y prosigue describiendo el efecto que este pan misterioso produce en quien lo recibe: “Puesto que sólo hay un pan, todos formamos un solo cuerpo, pues todos participamos del mismo pan”. (1 Cor 10, 17). ¡Un solo cuerpo! Jesús, tú tienes sobre nosotros un gran designio y lo estás actuando a través de los siglos: hacernos uno contigo para que estemos donde tú estás. Para ti, que has bajado de la Trinidad a la tierra, era voluntad del Padre que volvieses, pero no has querido volver tú solo, sino con nosotros. Éste es, por tanto, el largo trayecto: de la Trinidad a la Trinidad, pasando por misterios de vida y de muerte, de dolor y de gloria. Menos mal que la Eucaristía es también acción de gracias. Tan solo con ella podemos agradecerte debidamente. Chiara Lubich
Poner en práctica el amor
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