Es como firmar un cheque en blanco, dar un salto en el vacío. A menudo confiar en Dios parece un desafío demasiado grande y exige un impulso, una valentía a la que no siempre estamos dispuestos. Reconocer nuestra pequeñez, pedir ayuda y permitir que alguien se haga cargo de nosotros con ternura es el camino para reconocer ese Amor providencial del Padre que no nos abandona nunca y, con gratitud, volver a ponerlo en circulación en el mundo. Compartir El terremoto había semidestruido nuestra casa. Mis hijos y yo estábamos durmiendo a la intemperie y casi no teníamos nada para comer. Un día en el que realmente no sabía qué llevar a la mesa, confiando en Dios que es Padre, puse a calentar una olla con agua. Estaba por hervir cuando llegó una persona con una bolsa llena de verduras y fruta. Enseguida me puse a hacer una sopa, cuando nuevamente tocaron a la puerta, ¡era un amigo que había venido a traer carne y un poco de arroz! al regresar de la escuela, los chicos se quedaron sorprendidos en la mesa: “¿Qué pasó mamá? ¿No habías dicho que hoy no había nada para comer?”. Les conté a ellos, que no quieren saber nada de Dios, que mis oraciones habían sido escuchadas. Pero después de la comida le pedí a Jesús que me mandara una persona necesitada con la cual compartir la comida que había recibido. Al día siguiente llegó un joven que me pidió un poco de pan. Lo acogí con amor y si bien él no quería abusar de nuestra hospitalidad, viendo que éramos pobres, lo hice entrar y le serví el almuerzo. (Lusby – Colombia) Amor que circula Delante de la universidad me encontré con un anciano sucio y vestido con harapos, casi ciego y con heridas debido a sus frecuentes caídas. Era una auténtica imagen de Cristo en la cruz, lo ayudé a levantarse y le propuse si se quería bañar. Entrando en la universidad, me animé a pedirle al rector, que es musulmán, el permiso para usar su baño personal, que es el único que tiene una tina, para que ese pobre se pudiera bañar con mi ayuda. Sorprendido por la insólita solicitud, no sólo nos permitió entrar, sino que él mismo nos procuró el jabón. Después acompañé al viejito a su casa, le compré comida y limpié su cuarto, que estaba inhabitable por la suciedad. Al día siguiente, fui convocado por el rector, que quería conocer el motivo de ese gesto. Entonces le pude decir que la elección de amar al prójimo unía a millones de personas de todas las religiones. Interesado en conocer más, me ofreció una suma de dinero para las necesidades del anciano. También mis amigos que presenciaron la escena de la llegada recogieron dinero para comprarle al anciano ropa nueva. (Bassam – Irak) Tres vacas Desde hacía un poco de tiempo ayudaba a un chico pobre que había conocido durante nuestra misión en el campo de refugiados de Karuma, en el noroeste del país, pagándole la matrícula de la escuela. Lamentablemente a un cierto punto, como ya no tenía dinero para seguir apoyándolo tuve que explicarle mi dificultad. Cuando más tarde este chico me volvió a pedir ayuda, nuevamente sufrí por no poder ayudarlo. Entonces decidí vender una vaca que tenía en la casa de mis padres, para permitirle que siguiera estudiando. Naturalmente él estaba muy feliz de poder retomar sus clases. En la nueva parroquia donde vivo hace casi un año, un día una representación de mis parroquianos vinieron a hacerme una visita de solidaridad, porque sabían que mi papá estaba enfermo. Entre los regalos que me trajeron había tres vacas. No lo podía creer, volvían a mi mente las palabras del Evangelio: “Una medida buena, apretada y desbordante les será versada en su regazo”. (Padre David – Kenia)
a cargo de Maria Grazia Berretta
(tomado de Il Vangelo del Giorno, Città Nuova, año VII, n.4, septiembre-octubre 2021)
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