¡Qué día pleno había vivido Jesús ese sábado en la ciudad de Cafarnaún! Había hablado en la sinagoga y asombrado a todos con sus enseñanzas. Había liberado a un hombre poseído por un espíritu inmundo. Al salir de la sinagoga se había dirigido a casa de Simón y de Andrés, y allí había curado a la suegra de Simón. Al llegar la noche, después de la caída del sol, le habían llevado a todos los enfermos y endemoniados, y había curado a muchos que padecían diversas enfermedades y expulsado muchos demonios. Después de un día y una noche tan intensas, a la mañana siguiente, cuando todavía estaba aclarando, Jesús se levantó y, al salir de la casa «… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» Era la nostalgia del Cielo. El había venido al mundo a revelarnos el amor de Dios, a abrirnos el camino del Cielo, a compartir en todo nuestra vida. Había recorrido los caminos de Palestina para enseñar a las multitudes, para curar toda clase de enfermedades y dolencias entre la gente, para formar a sus discípulos. Pero la linfa vital, que brotaba de su interior como agua de manantial, provenía de su relación constante con el Padre. Él y el Padre se conocen, se aman, están el uno en el otro, son una sola cosa. El Padre es el “Abba”, es decir, el papá al que puede dirigirse con expresiones de infinita confidencia y de amor ilimitado. «… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» Dado que el Hijo de Dios vino a la tierra por nosotros, no le bastó con estar él en esa condición privilegiada de oración. Al morir por nosotros, redimiéndonos, nos hizo hijos de Dios, hermanos suyos. Por eso, para nosotros también se hizo posible aquella divina invocación: “Abba, Padre”, con todo lo que ella comporta: certeza de su protección, seguridad, abandono a ciegas en su amor, consuelos divinos, fuerza, ardor; ardor que nace en el corazón de quien está seguro de ser amado… Una vez que hemos entrado en la “celda interior” de nuestra alma, podemos hablar con Él, adorarlo, expresarle nuestro amor, agradecerle, pedirle perdón, confiarle nuestras necesidades y las de toda la humanidad, como también nuestros sueños y deseos… ¿Hay algo que no podamos decir a una persona que es omnipotente, y que sabemos además que nos ama inmensamente? Y podemos hablar con el Verbo, con Jesús. Sobre todo podemos escucharlo, dejar que nos repita sus palabras: “Tranquilícense, soy yo; no teman”, “Yo estaré siempre con ustedes”; y sus invitaciones: “Ven y sígueme”, “Perdona setenta veces siete”, “Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos”. Puede tratarse de momentos prolongados, o bien de instantes breves y constantes a lo largo de todo el día, casi como una mirada de amor, un susurro: “Señor, tú eres mi único bien”, “Esto lo hago por ti”. No podemos prescindir de la oración. No podemos vivir sin respirar, y la oración es la respiración del alma, la expresión de nuestro amor a Dios. De este coloquio, de esta relación de comunión y amor, saldremos reconfortados, dispuestos a afrontar con nueva intensidad y confianza la vida de cada día. Reencontraremos también una relación más verdadera con los demás y con las cosas. «… fue a un lugar desierto; allí estuvo orando» Si no cerramos los postigos del alma con el recogimiento, tú, Señor, no puedes permanecer con nosotros, como tu amor a veces desearía. Pero cuando nos hemos desprendido de todo para recogernos en ti, ya no querríamos volver atrás, tan dulce es para el alma la unión contigo y tan pasajero todo el resto. Los que te aman sinceramente, muchas veces te sienten, Señor, en el silencio de su cuarto, en lo profundo de su corazón, y es una sensación que conmueve al alma como si cada vez tocara en lo vivo. Y te agradecen de tenerte tan cerca de ellos, de ser su Todo: el que da sentido al vivir y al morir. Te agradecen, pero a menudo no saben cómo hacerlo, ni decirlo: lo único que saben es que tú los amas y que no hay cosa más dulce, aquí en la Tierra, que pueda siquiera asemejársele. Lo que ellos sienten en el alma, cuando tú apareces, es el Cielo y “si el Cielo es así –dicen–, ¡oh, qué hermoso es!”. Te agradecen, Señor, por la vida entera, por haberlos traído hasta aquí. Y si afuera todavía hay sombras que podrían quitar brillo a su paraíso anticipado, cuando te manifiestas todo se vuelve remoto y lejano: no existe. Tú eres. Así es. Chiara Lubich
Poner en práctica el amor
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