A la luz de la fe cristiana el hombre se presenta tal cual es, un ejemplar de Dios. El Creador –enseña el Antiguo Testamento- lo hizo a su imagen y semejanza. Este origen confiere a sus andrajos y a sus llagas, a su rostro, y a su espíritu una belleza sobrehumana. Esta belleza es aún más grande en el cristianismo, porque el hombre no sólo es la imagen de Dios, sino que también como criatura Suya es la criatura digna del Creador, así como la obra de arte es digna del artista. El Omnipotente no podía no hacer seres dignos de sí. En el hombre suscitó una obra de arte, y sólo al verlo da vértigo: al componer una estructura admirable, para perdurar y generar, una inteligencia para iluminar, un corazón para proyectarse sobre otros seres humanos, un alma capaz de ir más allá de los límites espacio-temporales y permanecer, con los ángeles, en la eternidad. El hombre cayó, es verdad, abusando de su libertad; pero también es verdad que ante su caída surgió el más exterminado prodigio del amor divino: la Redención, por medio de la sangre de Cristo. Visto así el hombre –aunque sea un mendigo que se arrastra en la acera o un indígena que vive a miles de miles de millas- es un ser tan grande, tan noble, tan divino que querrías, ante su presencia, inclinarte, ansioso y conmovido, reconociendo en él la majestad de lo que ha imaginado y realizado el prodigio de su creación, el privilegio de la Redención, el objeto de la vida sobrenatural de su naturaleza. Se comprende enseguida qué implica una perspectiva así; lleva a comprender la absurdidad y la imposibilidad de la explotación del hombre, de denigrarlo, de dañarlo, de suprimirlo, sin violentar la Obra de Dios, sin atentar contra el patrimonio del Creador. Es hijo de Dios; y la ofensa es un ultraje al Padre; el homicidio implica un tentativo de deicidio; casi como un asesinato de la esfinge de Dios. El hombre mercantiliza su dignidad cuando se desvía hacia el mal y obra mal. Y entre los pecados está la soberbia que se pone en lugar de la humilde gratitud del hombre al saberse obra de arte de Dios. De la soberbia nace la explotación, que tiene un impacto antisocial; mientras que de la humildad cristiana nace el servicio; y también en este hombre está la copia de ese otro “Hijo de hombre”, “venido no para ser servido sino para servir”. Y aquí tiene lugar la vinculación entre el individuo y la sociedad, su integración, su expansión. El hombre en sí mismo, en abstracto, no existe, existe el padre, el ciudadano, el creyente, etc. Es decir existe el hombre animal social. Pero él entra en la sociedad por un impulso de amor. Porque ama, sale del encierro de su propio ser, y se expande –se integra- en la vida de los demás. Cuando ama, el hombre se revela naturalmente cristiano. Después el cristianismo lo eleva y sostiene este amor, sin el cual la sociedad en lugar de ofrecerle protección, complemento y una alegría para la persona humana, se vuelve una compresión y una mutilación de ella. Puede volverse una amenaza para su dignidad. La explotación social empieza cuando no se ama al hombre; cuando no se respeta su dignidad, porque se ven los músculos y no se ve el espíritu. Igino Giordani, La società cristiana (La sociedad cristiana), Città Nuova, Roma, (1942) 2010, págs. 32-36
Poner en práctica el amor
Poner en práctica el amor
0 comentarios