Después de haberme graduado en Lenguas y Relaciones Internacionales, fui a Líbano para continuar el estudio del árabe y sumergirme en aquella realidad del Medio Oriente que tanto me atraía. Tal vez sea raro comenzar a contar una experiencia partiendo del final, desde el momento de la despedida, pero es justamente en esos momentos cuando más se comprende el alcance de la experiencia vivida. Preparando el regreso a Italia, mi pensamiento voló al comienzo y me preguntaba cómo era posible que mi tan anhelado y amado año en Medio Oriente hubiese ya terminado. Recordaba a la chica que daba los primeros pasos en la caótica Beirut, con la impresión de que todos la miraban por su apariencia de extranjera. En el transcurso de poquísimo tiempo, sin embargo, las personas me detenían en la calle y me pedían informaciones en árabe, confundiéndome con una libanesa. ¡Tal vez era más grande mi actitud a la defensiva hacia ellos que lo contrario! Al principio involuntariamente sentía desconfianza hacia este nuevo ambiente, y no me dejaba salir de mí misma y amar a las personas que me circundaban: no había aún comprendido que el ambiente que me rodeaba era simplemente distinto pero no peligroso. Me di cuenta de que mi mirada hacia Líbano fue cambiando a lo largo del año. Al principio captaba sobre todo las diferencias que existían con Italia, después, me enamoré rápidamente de este país, de su riqueza y diversidad religiosa, cultural, paisajística e histórica; de un pueblo que, a pesar del reciente pasado doloroso, está en grado de vivir nuevamente, cristianos y musulmanes, codo a codo; de la espontaneidad y de la acogida de su gente y …. de ¡su fantástica gastronomía! Con esfuerzo tuve que superarme para recuperar un poco de objetividad al mirar a un país, que, como todos los demás, posee contradicciones, como la gran pobreza y ostentosa riqueza conviviendo en una corta distancia. Con el pensamiento recorrí mi año en Líbano, durante el cual muchos aspectos de la vida que desde Italia parecían peligrosos o extraños, una desgracia o un malestar, se convirtieron en parte de mi cotidianidad (para nada infeliz, ¡al contrario!), hasta el momento de los saludos de despedida. Cuando le dije a los niños sirios refugiados a quienes ayudaba en las tareas escolares, que volvería a Italia, me saludaron con un sencillo “chau”, haciéndome comprender que todos somos importantes y que nadie es indispensable. Darme cuenta de que probablemente no sabré nunca que será de sus vidas fue un gran dolor. Saludé a los amigos conocidos, a quienes debía mucho, esperando con todo el corazón volverlos a ver, pero sin poder estar verdaderamente segura. Fue un desgarrón comprender que aparecía entre nosotros nuevamente la distancia, pero no sólo geográfica, sino sobre todo burocrática. Abandonarlos sabiendo que entre mi persona y ellos volvíamos a vivir con fronteras y analizados con procederes muchas veces exasperantes fue una sensación insoportable. Desde un inicio había intuido que iba a ser así, Avevo intuito fin dall’inizio che sarebbe finita così, pero vivir el momento de dejarlos fue verdaderamente difícil. Pero ahora sé que este dolor es el precio que hay que pagar para ser “hombre-mundo”, como decimos nosotros los gen. Ahora, después de haber dejado trozos de corazón repartidos en el mundo, un mundo unido no es más solo algo que sería hermoso que exista: un mundo sin fronteras se convierte en una exigencia.
Poner en práctica el amor
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