En 1998, con ocasión del 150� aniversario de la Constitución suiza, fui invitada por la Comisión “Una visión para Suiza”, para exponer justamente aquí, en Berna, durante la jornada federal de reflexión. Para mí, siendo italiana y por lo tanto extranjera en este país, fue un honor poder dirigirme a una asamblea tan calificada y representativa de toda Suiza. Lo hice con una alegría especial, porque desde hace decenios aprecio y considero esta tierra como mi segunda patria. Y hoy también siento una alegría particular al dirigirme a ustedes que están comprometidos en política a distintos niveles. Agradezco de modo especial al grupo de políticos de la región del Vallese, que después de haber promovido el año pasado una jornada muy exitosa en Martigny, a la que siguieron varios encuentros a nivel local, ahora han querido aprovechar esta sesión de las Cámaras federales para organizar este encuentro. El título que me propusieron para el tema es: “La fraternidad en política: �utopía o necesidad?” Abrigo la esperanza de que con la presente intervención pueda demostrar la necesidad de la fraternidad y la posibilidad de realizarla. El tríptico: libertad, igualdad, fraternidad, que es casi una síntesis del programa político de la modernidad, expresa una intuición profunda y nos exige una aguda reflexión: �a qué punto estamos en la realización de este gran anhelo? La Revolución francesa anunció los tres principios, pero ciertamente no los ha inventado: ellos ya habían comenzado su fatigoso camino a través de los siglos, sobre todo a partir del anuncio cristiano, que ha iluminado lo mejor de las tradiciones antiguas de los diversos pueblos y el patrimonio de la revelación judía, produciendo una auténtica revolución: el nuevo humanismo, abierto por Cristo, que permitió al hombre vivir plenamente estos principios. Desde aquel anuncio, a lo largo del tiempo, se fueron manifestando sus riquezas en las obras de los hombres. Libertad e igualdad han marcado profundamente la historia política de los pueblos, llegando a expresar frutos de civilización y creando las condiciones para la progresiva expresión de la dignidad de la persona humana. La libertad y la igualdad se convirtieron en principios jurídicos y son aplicados cotidianamente como verdaderas y propias categorías políticas. Pero la afirmación exclusiva de la libertad, como bien sabemos, puede transformarse en el privilegio del más fuerte, mientras que la igualdad, y la historia lo confirma, puede traducirse en un colectivismo que masifica. Por otra parte, muchos pueblos en realidad todavía no se benefician con los contenidos de la libertad y la igualdad… �Cómo hacer, entonces, para que su puesta en práctica produzca frutos maduros? �Cómo volver a encauzar la historia de nuestros países y de toda la humanidad hacia ese destino que le pertenece? Nosotros creemos que la clave se encuentra en la fraternidad universal, en darle el justo lugar entre las categorías políticas fundamentales. Solamente si se viven uno a la par del otro, los tres principios podrán dar origen a una política adecuada a las exigencias de hoy. Pocas veces como en este tiempo nuestro planeta ha sido y es atravesado por la desconfianza, por el temor, incluso por el terror: basta recordar el 11 de setiembre del 2001 e, incluso más cerca, el 11 de marzo del 2004, sin olvidar los cientos de atentados que en estos últimos años han nutrido la crónica cotidiana. El terrorismo: una calamidad tan grave como -por lo menos- las decenas de guerras que siguen ensangrentando nuestro planeta. �Y cuáles son sus causas? Muchas. Pero no se puede dejar de reconocer que una de las más profundas es el desequilibrio económico y social que existe en el mundo entre los países ricos y los países pobres. Desequilibrio que genera resentimiento, hostilidad, venganza, favoreciendo de este modo el fundamentalismo que germina más fácilmente en un terreno semejante. Ahora bien: si las cosas están así, para que el terrorismo se apague y desaparezca, la guerra ciertamente no es una respuesta, es necesario buscar los caminos del diálogo, caminos políticos y diplomáticos. Pero tampoco es suficiente; hace falta generar más solidaridad en el mundo, y una comunión de bienes más equilibrada. Sin dejar de lado que son aún más numerosos los temas candentes que interpelan la política, tanto en la dimensión nacional como en la internacional. Incluso en el mundo occidental el modelo mismo de desarrollo económico está indudablemente en crisis, una crisis que exige no solamente algunos ajustes, sino un replanteo global para superar la recesión en curso. El avance irrefrenable de la investigación científica no puede continuar sin que se garanticen la integridad y la salud de la especie humana y de todo el ecosistema. El reconocimiento de la función esencial de los medios de comunicación en el mundo moderno debe encontrar reglas eficaces frente a las exigencias específicas de promoción de los valores y la defensa de las personas, de los grupos y de los pueblos. Otra cuestión fundamental surge de la necesidad de defender y valorizar la riqueza que se origina por las distintas proveniencias étnicas, religiosas, culturales, incluso en el horizonte de los irreversibles procesos de la globalización en acto. Estos desafíos, que se nos presentan como algunos de los más grandes de la actualidad, reclaman con insistencia la idea y la práctica de la fraternidad, y teniendo en cuenta la vastedad del problema, de una fraternidad universal. La fraternidad universal está presente en los espíritus grandes. El Mahatma Gandhi decía: “La regla de oro es ser amigos del mundo y considerar ‘una’ a toda la familia humana” . Y a propósito de cuanto sucedió el 11 de setiembre del 2001, el Dalai Lama escribía a los suyos: “Para nosotros las razones ( de esos sucesos) son evidentes (…) No tenemos presente las verdades humanas más básicas (…) Todos somos uno. Este es un mensaje que la raza humana no tuvo en cuenta. El olvido de esta verdad es la única causa del odio y de la guerra”. Sin olvidar al santo suizo Nicolás de Flue, profeta y constructor de paz, quien para realizarla afirmaba que los conflictos se pueden resolver con éxito solamente en el pleno y total respeto recíproco. Es decir, con la fraternidad vivida hasta la obediencia recíproca. Pero quien ha traído la fraternidad como un don esencial para la humanidad fue Jesús, que antes de morir oró así: “Padre, que todos sean uno” (cf. Jn 17,21). Al revelar que Dios es Padre y que por eso los hombres somos todos hermanos, derribó los muros que separan a los “iguales” de los “diferentes”, a los amigos de los enemigos. La fraternidad, por lo tanto, es un ideal que hay que afirmar, es un ideal de hoy. �Pero existen signos de fraternidad en las actuales vicisitudes de los pueblos? A lo largo de los años, habiendo experimentado muchas veces, en mi vida y en la de los demás, la acción providencial de Dios, y habiendo podido conocer directamente muchos pueblos, he aprendido a descubrir los pasos hacia adelante que señalan el progreso de la humanidad, hasta poder afirmar que su historia es un lento pero irrefrenable camino hacia la fraternidad universal. Los hechos están delante de nosotros, debemos saber interpretarlos. La tensión del mundo hacia la unidad nunca ha sido tan viva y reconocible como hoy. Son signos las Uniones de Estados y los procesos de integración económica y política que con creciente intensidad se van realizando a nivel continental o por áreas geo-políticas; la función de los organismos internacionales, en especial de las Naciones Unidas, que vuelve a ser determinante para conocer, afrontar y gestionar las principales cuestiones que atañen a la vida de los pueblos y de los países; el desarrollo de un diálogo a 360�, cada vez más difundido y más fecundo, entre todo tipo de personas; el crecimiento de movimientos sociales, culturales y religiosos, que se presentan como los nuevos protagonistas de las relaciones internacionales y tienden a objetivos de dimensión mundial. Para darle al mundo la fraternidad que genera una unidad espiritual, garantía de la unidad política, económica, etc., no faltan los instrumentos. Basta saber reconocerlos. Uno, cuya eficacia todavía no ha sido descubierta, es la aparición en el mundo cristiano, después de las primeras décadas del ‘900, de decenas y decenas de Movimientos, que como una especie de red unen a los pueblos, a las culturas y a las diversidades: son casi un signo de que el mundo podría convertirse en una casa de las naciones, porque ya lo es a través de estas realidades, si bien todavía a nivel de laboratorio. Son Movimientos que no nacieron de proyectos humanos, sino de carismas del Espíritu de Dios, quien conoce mejor que cualquier hombre o mujer de la tierra los problemas de nuestro planeta y está deseoso de ayudar a resolverlos. Estos Movimientos, al ser fundados o estar compuestos preferentemente por laicos, son vehículo de un interés sentido y profundo por las vicisitudes humanas, con manifestaciones en el campo civil, donde ofrecen realizaciones concretas en política, en economía, etc. Y los Movimientos son muchos y espléndidos; surgieron en la Iglesia católica, reformada, anglicana, evangélica, ortodoxa, etc. Una característica que poseen es la presencia de muchísimos jóvenes, como una garantía del futuro, ya que al estar menos condicionados que los adultos por experiencias negativas del pasado, saben creer con mayor entusiasmo en ideales verdaderos y en los más grandes. Estos Movimientos se hicieron conocer el 8 de mayo pasado en Stuttgart (Alemania) en una Jornada muy lograda organizada por ellos, que fue transmitida via satélite en nuestro continente y en otros, cuyo título era “Juntos por Europa”. Ofrecieron su contribución para realizar, junto a la Europa política o económica o del euro, la Europa del espíritu, tratando de darle un alma a Europa, que también ayude a garantizar mejor su propia multiplicidad y cohesión. Para dar un ejemplo de estos Movimientos quisiera exponerles las líneas principales del que conozco mejor, porque estoy relacionada con él: el Movimiento de los Focolares, cuyo objetivo es, justamente, la unidad y la fraternidad universal. Nació durante la segunda guerra mundial, bajo los bombardeos, en Trento, al norte de Italia, cuando junto con las casas se derrumbaban todos los proyectos de vida, también los nuestros, las esperanzas, las seguridades. Mientras todo se destruía, en nuestros corazones, de primeras jóvenes focolarinas, afloraba con una fuerza hasta ese momento desconocida, una sola verdad: Dios es el único ideal que no se derrumba; Dios, que se nos revelaba por aquello que es: Amor. Y justamente en el ápice del odio y de la división Dios Amor nos sugirió que para amarlo teníamos que amarnos entre nosotras y llevar este amor a todos. Un amor que inmediatamente se extendió a toda la ciudad, y después, a lo largo de los años, a todo el planeta, a 182 naciones. El llamado a la unidad nos hizo privilegiar esos puntos de la tierra donde era más fuerte la división, y se fueron delimitando algunos lugares específicos de diálogo y de participación: en primer lugar en el interior de las Iglesias, donde el Movimiento contribuye para que haya cada vez más comunión; entre los cristianos de distintas denominaciones; con los fieles de las grandes religiones, con numerosas experiencias de “diálogo de la vida” respetuoso y profundo, premisa para la paz. Y por último, un diálogo entretejido con la activa colaboración de quienes no tienen una específica referencia religiosa. El Movimiento de los Focolares, además, es fundamentalmente religioso, pero desde sus comienzos y durante estos años, prestó una atención especial a todos los ámbitos de la sociedad, incluso al mundo político, hasta ver nacer desde su seno en Nápoles, en 1996, el “Movimiento político por la Unidad”, que ahora se está difundiendo y organizando en todo el planeta. De su origen y su desarrollo pude exponer varias veces, entre otros a parlamentarios de varias naciones europeas y del exterior en Estrasburgo, en el Centro Europeo de Madrid y en la ONU. Como expresión política del Movimiento de los Focolares, este Movimiento tiene como finalidad ayudar a las personas y a grupos comprometidos en política a redescubrir los valores profundos, eternos del hombre; a poner la fraternidad como base de su vida, y sólo después comenzar la acción política. Como consecuencia, en la actividad política el amor interpersonal se transforma en la posibilidad de un amor más grande, el amor a la polis. Un amor que al adquirir la dimensión política no pierde sus características, es decir: el compromiso de toda la persona, con su inteligencia y su voluntad, para llegar a todos; la intuición y la fantasía para dar el primer paso; el realismo de ponerse en la piel del otro, con la capacidad de donarse sin intereses personales y de abrir nuevos caminos, incluso cuando los límites humanos y los fracasos parecieran cerrarlos. No se trata de un nuevo partido, ni se quiere confundir religión y política, como ha sucedido y sucede en los integralismos de cristianos e incluso de no cristianos. Pueden formar parte del Movimiento político por la unidad políticos de todos los niveles, administradores, parlamentarios, militantes de partidos de distintas extracciones, que sienten el deber de actuar junto al verdadero titular de la soberanía, el ciudadano; ciudadanos que quieren hacer su parte como sujetos políticos activos; de modo especial los jóvenes, que en todas partes, como aquí en Suiza, saben comprometerse admirablemente y con pasión, como estudiantes de politología, por ej., que quieren ofrecer su contribución de capacidad y de investigación; funcionarios de la Administración Pública, concientes de su función específica. Lo que proponemos y tratamos de testimoniar juntos es un estilo de vida que le permita a la política alcanzar sus fines de la mejor manera: el bien común en la unidad del cuerpo social. Es más, quisiéramos proponer a todos los que actúan en política la formulación de una especie de pacto de fraternidad para con sus países, que garantice su bien por encima de los intereses parciales, sean estos individuales, de grupo, de clase o de partido. Porque la fraternidad ofrece posibilidades sorprendentes: permite mantener unidas y valorar exigencias que en otro caso corren el riesgo de transformarse en conflictos crónicos. Armoniza, por ejemplo, las experiencias de las autonomías locales con el sentido de la historia común; afianza la conciencia de la importancia de los organismos internacionales y de todos esos procesos que tienden a superar las barreras y consolidan etapas importantes para la unidad de la familia humana. La fraternidad, en efecto, puede hacer florecer proyectos y acciones en el complejo tejido político, económico, cultural y social de nuestro mundo. La fraternidad saca del aislamiento y pude abrir la puerta del desarrollo a pueblos que todavía están excluidos. La fraternidad indica cómo resolver pacíficamente las contiendas y puede relegar la guerra a los libros de historia. Por la fraternidad vivida es posible soñar e incluso tener esperanzas en una especie de comunión de bienes entre países ricos y pobres. La profunda necesidad de paz que hoy manifiesta la humanidad dice que la fraternidad no es sólo un valor, no es sólo un método, sino el paradigma global del desarrollo político. Es por esto que un mundo que de hecho es cada vez más interdependiente tiene necesidad de políticos, de empresarios, de intelectuales, de artistas, que consideren la fraternidad – instrumento de unidad – el centro de su actividad y de su pensamiento. El sueño de Martín Luther King era que la fraternidad se convirtiera en el orden del día de un hombre de negocios y en la palabra de orden del hombre de gobierno. Los políticos del “Movimiento político por la unidad” quieren hacer de este sueño una realidad. Pero esto puede realizarse solamente si en la actividad política no se olvida la dimensión espiritual, por lo menos la fe en los valores profundos que deben regular la vida social. También de esto estaba convencido Nicolás de Flue, que tanto hizo por la vida política de esta nación. Estaba siempre informado de todo. En su celda, una ventana daba al exterior, hacia los hombres, y otra hacia adentro, hacia el altar de la capilla. El diputado Igino Giordani, parlamentario italiano y cofundador de nuestro Movimiento, hoy siervo de Dios, con su estilo inconfundible escribió: “Cuando se atraviesa el umbral de casa para sumergirse en el mundo, la fe no se cuelga de un clavo detrás de la puerta, como una gorra ajada”. Un día me pareció comprender qué quería decir la política como amor. Si pensáramos un color para cada actividad humana, para la economía, la sanidad, las comunicaciones, el arte, el trabajo, la cultura, la administración de la justicia… la política no tendría un color, sería el fondo: el negro, que pone de relieve a los otros colores. Por eso la política debe buscar continuamente una relación con todos los ámbitos de la vida, para establecer las condiciones mediante las cuales la sociedad misma, con todas sus expresiones, pueda realizar plenamente su designio. Es claro que en esta tensión continua al diálogo, la política tiene el deber de reservarse algunos espacios específicos: establecer prioridades con un programa adecuado, preferir a los últimos, buscar siempre y en todas partes la participación, que quiere decir diálogo, mediación, responsabilidad y concreción. Para los políticos de quienes estoy hablando, la elección del compromiso político es un acto de amor con el cual cada uno responde a una auténtica vocación, a una llamada personal. Quien es creyente advierte que es Dios quien lo llama a través de las circunstancias; el no creyente responde a una llamada humana, a una necesidad social, a un problema de su ciudad, a los sufrimientos de su pueblo que encuentran eco en su conciencia; y unos y otros encuentran su morada en el “Movimiento político por la unidad”. Pero ambos siempre ponen amor en su acción. Un amor que es fuente de luz, que hace ver la posibilidad de grandes resultados, que sustituye con el valor, con un nuevo coraje, ese temor aplastante y que inmoviliza, que a menudo está presente en el mundo político. Los políticos de la unidad toman conciencia de que la política es amor desde su raíz; por eso comprenden que también los otros, algunas veces denominados adversarios políticos, pueden haber hecho su propia elección por amor. Se dan cuenta de que cada formación política, cada opción, puede ser la respuesta a una necesidad social, y por lo tanto hace falta para la composición del bien común. Por eso se interesan por las actividades de los otros y por los principios que postulan como de los propios, y la crítica se vuelve constructiva. Tratan de vivir la aparente paradoja de amar el partido del otro como el propio, porque el bien del país necesita de la obra de todos. Éste, a grandes rasgos, es el ideal del “Movimiento político por la unidad”, y ésta – me parece – es la política que vale la pena vivir; una política capaz de reconocer y servir el designio de la propia comunidad, de la propia ciudad y nación, hasta el de toda la humanidad, porque la fraternidad es el designio de Dios sobre la entera familia humana. Ésta es la verdadera, autorizada política que cada país necesita; en efecto, el poder confiere la fuerza, pero es el amor el que da autoridad. Ésta es la política que construye obras que perdurarán. Las generaciones futuras no estarán agradecidas a los políticos porque han conservado el poder, sino por el modo como lo han gestionado. Ésta es la política que el “Movimiento político por la unidad” con la ayuda de Dios desea generar y sostener. Entonces, �cuál es mi deseo para ustedes, políticos de esta espléndida Suiza? Que este pueblo, y en especial sus representantes, ricos de su noble historia de democracia, encuentren en la fraternidad el vigor necesario para continuar con una eficacia aún más grande su camino, y para dar una contribución protagónica a la historia de unidad de la familia humana. Nosotros, por nuestra parte, nos comprometemos a no dejarlos solos, poniendo a vuestra disposición el carisma de la unidad ofrecido por el cielo para toda la humanidad. Gracias por vuestra atención.
Poner en práctica el amor
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