Movimiento de los Focolares

La herencia de Igino Giordani

Abr 18, 2016

El 18 de abril de 1980 Giordani dejaba esta tierra. Lo recordamos a través de las palabras escritas poco después de su muerte por Tommaso Sorgi, su gran amigo, ex diputado del parlamento italiano, sociólogo, primer director del Centro Igino Giordani y autor de algunas de sus biografías.

1969Cuando en el ’49 Giordani se encontró con el Movimiento de los Focolares, él era diputado del nuevo Estado italiano después de una vida ya madura de luchas conducidas con vigor tanto por su fe como por su visión religiosa de la vida pública. Su compromiso en este último campo se cobró un precio: la marginación profesional. Su forma de ver el Evangelio detestaba los dos extremos: el espiritualismo desencarnado y la tendencia a reducirlo sólo a un mesianismo terrestre. En su entereza humano-divina, el mensaje evangélico es la semilla de una revolución (“la” revolución) que ha trasformado la historia y continúa hoy su obra en pos de una libertad del ser humano cada vez más profunda. Su concepto de fondo, el “leit motiv” de muchos de sus libros, era la conexión entre lo divino y lo humano, necesaria para los intereses del ser humano: según su parecer la libertad y la dignidad del hombre tiene origen a partir de la aceptación de Cristo en la vida de los pueblos. Libertad, igualdad, solidaridad, uso social de la riqueza, dignidad laboral, armonía entre Estado e Iglesia, animación moral de la vida pública y de la actividad económica, antimilitarismo y pacifismo en el plano internacional: eran los puntos fundamentales de su pensamiento. Era por lo tanto ésta su posición, cuando se produjo el encuentro que imprimió a su vida –que ya tendía decididamente hacia Dios- una empinada vertical. Había plasmado en las páginas de su diario también la angustia por la incoherencia entre su propia fe privada y la vida pública, por la fragilidad de una “ascética” personal frustrada por «fracasos en la política, en la literatura, en la vida social». Había señalado de sentirse incapaz de responder a su propio deseo de «difundir la santidad desde las pobres páginas de un periódico» (en ese entonces era el director de “Il Popolo”), de «difundir la santidad en el pasillo de los pasos perdidos» (la recepción del Parlamento Italiano). «¿Quién podrá hacer este milagro?», se había preguntado en agosto de 1946. La respuesta a tales angustias y a este interrogante se había perfilado en ese encuentro con Chiara Lubich, casi como un “llamado” providencial. Ella le había permitido encontrar la forma de llevar su ya vivo cristianismo a una profundidad todavía más divina, y por otro lado todavía más social. Ese encuentro fue para él el impacto con un carisma. Su espíritu nutrido de profundos conocimientos de las espiritualidades surgidas a lo largo de la historia de la Iglesia, vio inmediatamente en ese carisma su amplia dimensión e implicaciones teológicas e históricas.  La espiritualidad de la unidad enseguida le pareció una enorme energía utilizable más allá de la Iglesia, también en la comunidad civil para «transformar la convivencia humana en co-ciudadanía con los santos, para introducir la gracia en la política y hacerla un instrumento de santidad». Así maduró uno de los aportes fundamentales que Giordani tenía que dar al desarrollo del Movimiento de los Focolares: ayudar al pequeño grupo inicial a tomar conciencia de la eficacia también humana del carisma que se estaba manifestando. Ahora que el árbol del Movimiento de los Focolares ha florecido en todos los continentes, le queda como linfa vital, además de la vida de Giordani, su visión del cristianismo social, por el cual trabajó y luchó durante toda su vida, alcanzando la estatura de un profeta bíblico contra la separación entre la fe y las obras y contra todo «liberticidio» que de allí se deriva. Le queda al Movimiento de los Focolares un precioso patrimonio por profundizar, a partir de su pensamiento y de su método. Pienso que sea válido para todo el mundo cristiano el camino por él indicado, en su penetrante atención a las experiencias históricas del Cristianismo y de su equilibrada lectura del Evangelio, lejana de la ingenuidad fideísta y de los integralismos, abierta a la búsqueda de una “colaboración racional” entre las dos ciudades, la de Dios y la del hombre.   Tomado de: Tommaso Sorgi, La herencia que nos ha dejado, Città Nuova n.9 – 10 de mayo de 1980    

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