«Provengo de la provincia de Nápoles y vengo de una familia sencilla. Mi padre, ministro extraordinario de la Eucaristía, tenía confiados los enfermos y los pobres del pueblo que de alguna forma se habían convertido en casi familiares nuestros. Tenía 14 años cuando mi papá nos dejó debido a un tumor. Él tenía cuarenta años. El dolor fue fuerte: entonces no era verdad que Dios se ocupaba de nosotros, como él me había siempre dicho. Me concentré tenazmente en el estudio. Mi objetivo era ganar mucha plata y construir una casa que fuera sólo mía. A los 20 años Dios se asomó una vez más en mi vida: un grupo de amigos me invitó a un encuentro del cual, honestamente, no recuerdo nada. Lo único que me impulsó a buscarlo nuevamente fue la alegría que veía entre ellos y que yo no tenía. Estudiaba, era muy capaz, tenía muchos amigos, pero no era feliz como ellos. Quería comprender mejor quién era este Dios del cual ellos hablaban y, después de un par de años, quería saber también qué hacer con mi vida. Conocí a mi congregación casi por casualidad. Confieso que no tenía una buena opinión de las religiosas. En mi ambiente, el convento es visto como un refugio del mundo. ¡No podía por lo tanto ser ese mi camino! Yo soy radiosa, alegre, me gusta estar con la gente, estudié, tuve también algunos novios. Pero en esta familia religiosa encontré el amor de mi vida, Dios, de quien no pude escapar. Esa era la casa que había deseado tanto cuando era adolescente, pero con algo más: no estaba sola, tenía otras hermanas, que, como yo, amaban a Jesús. Mi familia religiosa – las Hermanas Franciscanas de los Pobres- se encontró con el Movimiento de los Focolares a finales de los años sesenta. Vivía un momento de fuerte dolor por algunas dificultades internas en la Congregación, y no sólo eso. Nuestro carisma – ver a Jesús pobre y curar sus llagas- en contacto con la espiritualidad de la unidad asumió una nueva luz y el Evangelio con su mensaje de amor recíproco era la respuesta a todo ese dolor. Las hermanas dieron vida al Centro juvenil, para que las chicas pudieran comprender qué hacer con su vida. Después, volviendo a la fuente de nuestro carisma, comprendimos también que los pobres no son sólo los enfermos, sino que están en cada sufrimiento que atraviesa el corazón del hombre. Hoy en Italia nos ocupamos de las personas que no tienen vivienda fija, de las mujeres que deciden salir de la situación de trata, de los emigrantes. Trabajamos con Caritas. Ofrecemos nuestra ayuda y consejo también en el ámbito familiar: nuevas uniones, separaciones y divorcios; ofrecemos nuestro servicio en las cárceles y a los menores de edad, etc. En estos últimos seis años trabajé como educadora en Messina – me recibí en Ciencias de la Educación –en una comunidad terapéutica para chicos bajo la jurisdicción del Tribunal de menores. Iba allí por ellos, para que descubrieran la importancia que ellos tenían en la sociedad. A menudo me decían: “Cuando estás con nosotros hay algo hermoso, bueno, ¿tal vez esto es Jesús?” Recientemente, con un contrato por tiempo indeterminado, llegó también un pedido de parte de mis superiores: un traslado a Filipinas para trabajar en las cárceles y con los chicos de la calle. La experiencia que maduré en estos años puede ser útil allí. Ya le dije que sí a Dios y no quiero echarme atrás justo ahora. En septiembre partiré por seis meses, para ver si puedo prestar mi colaboración en aquella tierra»
Poner en práctica el amor
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