La historia de Irena, médica de Lituania, en el Este europeo, adherente del Movimiento de los Focolares, que contrajo la infección por el Covid 19. La fatiga de la enfermedad y la fuerza en el amor de Dios a través de la oración. “Los mensajes y las oraciones inundaban mi teléfono celular con mensajes. No sé exactamente cómo lo habían sabido mis amigos, mis conocidos y mis compañeros de trabajo. Rezaban por mí incluso amigos que yo no sabía que supieran rezar. No podía imaginar que tanta gente pudiese unirse en oración por mi salud”. Irena es una médica clínica que adhiere a la espiritualidad del Movimiento de los Focolares y vive en Lituania. En estos meses en los que su país está afectado por la pandemia del Covid–19, además de su trabajo extenuante, contrajo la infección por el virus y experimentó el malestar de la enfermedad. Pero su fuerza –ella nos cuenta– fue la confianza en el amor de Dios. Haber descubierto, además, que estaba unida a muchos a través de la oración, de alguna manera, compensó sus esfuerzos y le dio energía en su peregrinar hacia la curación. Su experiencia, de hecho, fue particularmente dura. Ante todo, el trabajo en el hospital seguía su ritmo habitual, pero enseguida el contagio se difundió entre sus colegas e Irena se vio trabajando sola. “Tenía que encontrar camas para el personal que había que aislar –nos explica– ubicar a los pacientes que tenían que ser dados de alta porque no tenían ningún pariente que los cuidase; contactar a los familiares para que se ocuparan de ellos. No había mascarillas para los enfermos y repartía las mías. Una vez, con una colega que se quedó después del horario de trabajo, examinamos a 37 pacientes. Sólo por la noche tenía un poco de calma y podía rezar”. Tras muchos días vividos en el hospital sin descanso, Irena pudo volver a su casa. Pero sabía que había contraído la enfermedad. Sin embargo, le llega un sosiego, porque siente la cercanía espiritual de Chiara Lubich (fundadora de los Focolares): “En la mesa de luz al lado de mi cama tenía la foto de Chiara sonriente, la veía como si fuese la primera vez que la miraba. Me sonreía y yo le sonreía, y todo se volvía más fácil”. Al poco tiempo, los síntomas de la enfermedad se tornaron más pesados, pero Irena no se dejó vencer por el dolor. “Perdí el sentido del gusto y me di cuenta de que el sentido del gusto también es un don de Dios. Ofrecía mis sufrimientos por mis colegas y por mi país. Las noches eran muy difíciles, pero conmigo estaba Chiara que me sonreía”. Cuando la enfermedad se hizo más agresiva la hospitalización fue inevitable, pero ello le provocó nuevas complicaciones dolorosas. “Ya no tenía la fuerza de hablar, quedé sometida a un tratamiento experimental. La responsable del sector se ocupaba de mí, pero las enfermeras se olvidaban de darme la medicación y no me preguntaban si tenía fuerzas como para llegar a tomar la comida del carrito. De todos modos, yo podía ofrecer esas dificultades también”. Y sucedió que la ayuda le llegó del que estaba a su lado: “En mi habitación había una señora con una enfermedad oncológica, me traía algo para comer y beber. Nos hicimos amigas y cuando me sentía mejor rezábamos juntas”. Sentirse unida en la oración con todos los que rezaban por ella le permitió a Irena sentirse amada por Dios y por los hermanos. “Le estoy agradecida a Dios por la indescriptible experiencia de amor que viví durante la enfermedad –concluye– porque siempre lo sentí cerca, y por la experiencia bellísima de la comunión de oración, que tiene una potencia gigantesca; y Dios me permitió experimentarlo. Siento como si hubiese vuelto a nacer”.
Claudia Di Lorenzi
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