El 31 de diciembre de 2022 falleció Luisa Del Zanna, una de las primeras focolarinas de Florencia. Nació en 1925 en una familia cristiana con 8 hijos. Habiendo conocido la espiritualidad de la unidad, inmediatamente la hizo suya. En 1954 entró a formar parte del focolar de Florencia. En los años siguientes, vio nacer y se ocupó de comunidades del Movimiento. Desde 1967 vivió en Rocca di Papa (Italia) donde Chiara Lubich, fundadora de los Focolares, la había llamado para que se hiciera cargo de su secretaría, del archivo, que ella coordinó hasta 2007 y del naciente Centro Santa Chiara para las comunicaciones, junto a una de los primeros focolarinos, Vitaliano Bulletti. “Guardián de los ‘tesoros de los Focolares’ – se lee en un artículo de 2008 en Città Nuova – Luisetta, un nombre que te acaricia, que te hace pensar en una criatura delicada y amable. Y verdaderamente lo es en su diminuta figura, Luisa Del Zanna, una de esas personas a las que se les suele encomendar tareas importantes por su discreción, competencia, fidelidad, de cuyo valor no siempre uno se da cuenta porque no se notan, pero sin las cuales ciertos engranajes se acabarían atascando…”. En sus primeros años de vida en el focolar trabajó como maestra en un pequeño pueblo de las montañas del norte de Italia al que llegaba caminando o a lomo de burro durante un trecho. La experiencia que aquí publicamos es precisamente de esos años, dejando el estilo original de cuando se escribió en 1958, incluso en la forma. “Por favor, ¿el camino a Bordignano?[1]”. Después de cuatro horas de ómnibus llegaba al municipio central de ese pueblo que no había podido encontrar en el mapa topográfico (escala 1:100.000). Ninguna agencia de información sabía nada, ni los horarios de los distintos medios de transporte lo mencionaban. Y, sin embargo, la hoja de nombramiento era clara: “Se la invita a presentarse a prestar servicio y tomar posesión del cargo el viernes 7 de octubre en la escuela primaria de Bordignano en el municipio de Firenzuola”. Y el nombre estaba escrito en letras mayúsculas, imposible equivocarse. La persona con la que había hablado, un hombre alto y robusto, me miró inquisitivamente: “¿Cómo ha dicho?” y me hizo repetir la pregunta. Pensó que había entendido mal. Luego señaló hacia lo lejos. “¿Ve ese cerro allá? Detrás de él hay dos más y luego está B…. Yo también voy ahora a llevar el correo”. No dudé ni un momento en comprender que iba allí a pie: las botas que llevaba puestas y su rostro bronceado lo dejaban claro. Tuve un momento de desaliento: miré el cerro, las botas de ese hombre, comprendí que no había otro medio, me armé de valor. “Voy con usted”, le dije con firmeza. El cartero no pareció entender, como antes, pero me puse en marcha y lo seguí. Fueron tres largas horas de viaje, interrumpidas solo por breves momentos de descanso en la cima de las empinadas subidas; había fuertes ráfagas de viento donde se abría el valle. Por fin llegué: tres casas de piedra alineadas y arriba, en lo alto de una calle arbolada, la iglesia con su campanario. Saludé a un anciano, sentado con una pipa en la boca, en el umbral de la casa. Le dije que yo era la maestra. Se levantó y se movió para acompañarme. Entramos por una puerta rota a la segunda de esas casas en fila, todas ellas, propiedad del viejito; la primera era la tienda, equipada con todo (excepto algunas cosas que no tenía y que realmente hubiera necesitado). Había botas claveteadas, fósforos, trampas para ratones (de muchos tipos), pan duro, cuadernos, en fin, de todo. Subimos una escalera y entramos a la escuela. Una habitación grande, pocos pupitres amontonados en un rincón (nunca había visto unos así: en uno cabían hasta seis niños), una silla sin paja, una pizarra rota: eso eran todos los muebles. – Su casa está por aquí – me explicó el anciano – ¡puede estar feliz! Este año hay agua corriente. ¡La hice poner, yo la pagué! Me hizo pasar a una pequeña cocina; la chimenea apagada sobresalía en un rincón. Tenía frío. Empezaba a oscurecer: busqué el interruptor de la luz para encenderla, pero no había. (Los días siguientes, aprendía usar la lámpara de carburo y a trabajar y escribir a la luz de esa vacilante lengua de fuego.) Ese mismo día busqué al cura (supe que la Pieve era su iglesia, la más hermosa de las que había en el valle y cerros aledaños) y le rogué que avisara en la misa dominical, que comenzaba la escuela. “¡Eh, señorita, es tiempo de cosecha! Ahora hay castañas y luego aceitunas; los niños ayudan mucho en estos trabajos. De la escuela – añadió – se hablará en enero”. Me parecía imposible. Hacía tiempo que había aprendido a no retroceder ante las dificultades, al contrario – me decían – sirven de trampolín de lanzamiento – y había visto que era cierto. Encontré otra manera de hacerle saber a la gente que había llegado. Identifiqué las casas de mis alumnos entre esas casas dispersas y aisladas y fui allí. La primera fue la casa de Angiolino y Maria. De aquella me ha quedado un vago recuerdo de negro y humo. Allí estaba María agazapada en un rincón entre las cenizas de la chimenea (tenía dolor de garganta), se llevaba el bracito a la cara para que no la viera. Angiolino estaba de pie: en un rincón, con la cabeza gacha, seguía la conversación que yo tenía con su madre. Durante la entrevista me enteré de la desconfianza de la gente en la escuela y más aún en la maestra. Escuché mucho, en silencio. Me esforcé por comprender el discurso de aquella mujer en un dialecto cerrado, hostil, casi incomprensible. Supe que el niño había dejado la escuela hacía dos años, sin haber terminado sus estudios primarios, debido a las travesuras que realizaba en perjuicio de los maestros. Dije pocas cosas: había venido por ellos, la escuela era gratis, los chicos tendrían la tarde libre para ayudar en los trabajos del campo. “Ya veremos – dijo la mujer – mandaré a María”. Al despedirme, me despedí del niño: “Me gustaría poner la escuela bonita para los pequeños que vendrán, si puedes venir a ayudarme… te espero”. No hubo necesidad de muchas más invitaciones. Los niños llegaron uno por uno, en parejas los hermanitos, inseguros, temerosos. Se habían pasado la voz el uno al otro al reunirse para jugar, en el campo, mientras cuidaban el rebaño, o estando encorvados juntos en el bosque para recoger castañas. “¿Vas a venir también? Es agradable, ¿sabes?”. “¡Uno se siente bien, la maestra no pega!”. La escuela se volvió acogedora en poco tiempo con la valiosa ayuda de Angiolino. La naturaleza de octubre ofreció un rico material ornamental con el variado color de sus hojas. Establecí mi relación con los alumnos y las relaciones de los estudiantes entre sí sobre el mandato de Jesús: Ámense los unos a los otros…”. Fue la base de todo el trabajo de ese año. La escuela se convirtió en un pequeño paraíso. El libro preferido era el Evangelio y la inteligencia de aquellos niños, inusitada y cerrada a la razón humana, se abría a la lógica evangélica con una espontaneidad sorprendente. Ese método fue desafiante. “Pro eis sanctifico me ipsum” (Por ellos me santifico), Jesús lo había dicho, de lo contrario no tendría efecto. Al final del año me di cuenta de que la vida evangélica de los pequeños no se había detenido entre las paredes de la escuela, sino que se había difundido en el hogar, en la familia. Lo noté en el saludo agradecido de los padres que no habían permanecido indiferentes a ese soplo de vida gozosa que los niños traían a casa al regresar. Aquel ambiente áspero que los había hecho parecer insensibles para mí había desaparecido e, inconscientemente, esa misma vida había entrado en ellos.
Experiencia de Luisa Del Zanna
[1] Bordignano, en municipio de Firenzuola (Florencia, Italia).
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