Movimiento de los Focolares

Marzo 2015

Feb 27, 2015

«El que quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga» (Mc 8, 34).

Durante su viaje al norte de Galilea, por los pueblos en torno a la ciudad de Cesarea de Filipo, Jesús pregunta a sus discípulos qué piensan de él. Pedro confiesa en nombre de todos que él es el Cristo, el Mesías esperado desde hace siglos. Para evitar equívocos, Jesús explica claramente cómo pretende llevar a cabo su misión. Liberará a su pueblo, pero de un modo inesperado, pagando con su persona: deberá sufrir mucho, ser condenado, ejecutado y, al cabo de tres días, resucitar. Pedro no acepta esta visión del Mesías –como tantos otros de su tiempo, se imaginaba una persona que actuaría con poder y fuerza derrotando a los romanos y poniendo a la nación de Israel en el lugar que le correspondía en el mundo– e increpa a Jesús, quien a su vez lo reprende: «¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!» (cf. 8, 31-33).

Jesús se pone de nuevo en camino, esta vez hacia Jerusalén, donde se cumplirá su destino de muerte y resurrección. Ahora que sus discípulos saben que va para morir, ¿querrán seguir con él? Las condiciones que Jesús pide son claras y exigentes. Convoca a la muchedumbre y a sus discípulos en torno a él y les dice:

«El que quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».

Se habían quedado fascinados por él, el Maestro, cuando había pasado por las orillas del lago mientras echaban las redes para pescar o estaban en el mostrador de los impuestos. Sin dudarlo habían dejado barcas, redes, mostrador, padre, madre, casa y familia para ir detrás de él. Lo habían visto hacer milagros y habían oído de él palabras de sabiduría. Hasta aquel momento lo habían seguido llenos de alegría y entusiasmo.

Sin embargo, seguir a Jesús resultaba ser una tarea aún más comprometida. Ahora se veía claramente que significaba compartir plenamente su vida y su destino: el fracaso y la hostilidad, incluso la muerte, ¡y vaya muerte! La más dolorosa, la más infamante, la que estaba reservada a los asesinos y a los delincuentes más despiadados. Una muerte que las Sagradas Escrituras tachaban de «maldita» (cf. Dt 21, 23). Ya solo el nombre de la «cruz» infundía terror, era casi impronunciable. Es la primera vez que esta palabra aparece en el Evangelio. Qué impresión habrá dejado en quienes lo escuchaban.

Ahora que Jesús ha afirmado claramente su identidad, puede mostrar con la misma claridad la de sus discípulos. Si el maestro es el que ama a su pueblo hasta morir por él, cargando con la cruz, también sus discípulos, para serlo, deberán dejar de lado su modo de pensar para compartir totalmente el camino de su maestro, comenzando por la cruz:

«El que quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».

Ser cristianos significa ser otros Cristo: tener «los sentimientos propios de Cristo Jesús», el cual «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 5.8); ser crucificados con Cristo, hasta poder decir con Pablo: «no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20); no saber «cosa alguna, sino a Jesucristo, y éste crucificado» (1 Co 2, 2). Jesús sigue viviendo, muriendo y resucitando en nosotros. Es el deseo y la ambición más grande del cristiano, la que ha forjado grandes santos: ser como el Maestro. Pero ¿cómo seguir a Jesús para llegar a ser así?

El primer paso es «negarse a uno mismo», distanciarme de mi propio modo de pensar. Era el paso que Jesús le había pedido a Pedro cuando le reprochaba que pensase como los hombres y no como Dios. También nosotros, como Pedro, a veces queremos afirmarnos de manera egoísta, o por lo menos siguiendo nuestros criterios. Buscamos el éxito fácil e inmediato, exento de cualquier dificultad, miramos con envidia a los que prosperan, soñamos con tener una familia unida y con construir en torno a nosotros una sociedad fraterna y una comunidad cristiana sin tener que pagar caro por ello.

Negarse a uno mismo significa entrar en el modo de pensar de Dios, el que Jesús nos indicó con su modo de actuar: la lógica del grano de trigo, que debe morir para dar fruto, de encontrar más alegría en dar que en recibir, de ofrecer la vida por amor; en una palabra, de cargar cada uno con su cruz.

«El que quiera venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga».

La cruz –la de «cada día», como dice el Evangelio de Lucas (9, 23)– puede tener mil caras: una enfermedad, el quedarse sin trabajo, la incapacidad de gestionar los problemas familiares o profesionales, la sensación de fracaso por no saber crear relaciones auténticas, la sensación de impotencia ante los grandes conflictos mundiales, la indignación por los repetidos escándalos en nuestra sociedad… La cruz no hay que buscarla; nos sale al encuentro por sí sola, y precisamente cuando menos lo esperamos y de un modo que nunca nos habríamos imaginado.

Jesús nos invita a «cargar» con ella en lugar de sufrirla con resignación como un mal inevitable, de dejar que nos caiga encima y nos aplaste, o incluso de soportarla de modo sereno y desprendido. Más vale acogerla como un modo de compartir su cruz, como posibilidad de ser sus discípulos incluso en esa situación y de vivir en comunión con él también en ese dolor, porque él fue el primero en compartir nuestra cruz. Porque cuando Jesús cargó con la cruz, con ella tomó sobre sus hombros todas nuestras cruces. En cualquier dolor, tenga el rostro que tenga, podemos, pues, encontrar a Jesús, que ya lo ha hecho suyo.

Así ve Igino Giordani la inversión del papel de Simón de Cirene, que lleva la cruz de Jesús: la cruz «pesa menos si Jesús hace de Cireneo con nosotros». Y pesa aún menos, continúa, si la llevamos juntos. «Una cruz llevada por una criatura, al final aplasta; llevada juntos por varias criaturas teniendo en medio a Jesús o tomando como Cireneo a Jesús, se vuelve ligera: yugo suave. Una escalada en cordada, entre muchos, concordes, se convierte en una fiesta, y a la vez procura una ascensión»[1].

Así pues, tomar la cruz para llevarla con él, sabiendo que no la llevamos solos porque él la lleva con nosotros, es relación, es pertenencia a Jesús, hasta la plena comunión con él, hasta convertirnos en otros él. Así es como seguimos a Jesús y nos convertimos en auténticos discípulos. Entonces la cruz será de verdad para nosotros, como para Cristo, «fuerza de Dios» (1 Co 1, 18), camino de resurrección. Encontraremos la fuerza en cada debilidad, la luz en cada oscuridad, la vida en cada muerte, porque encontraremos a Jesús.

Fabio Ciardi

 

[1] I. Giordani, La divvina aventura, Città Nuova, Roma 1966, pp. 149ss.

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