«He venido a traer fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!».
Jesús nos da el Espíritu. Pero, ¿en qué modo actúa el Espíritu Santo?
Lo hace difundiendo el amor en nosotros. Ese amor que nosotros, como es su deseo, debemos mantener encendido en nuestros corazones.
Y ¿cómo es este amor?
No es terrenal, limitado; es amor evangélico. Es universal, como el del Padre celestial que manda la lluvia y el sol sobre todos, sobre los buenos y sobre los malos, incluso, los enemigos.
Es un amor que no se espera nada de los demás, sino que siempre toma la iniciativa, es el primero en amar.
Es un amor que se hace uno con cada persona: sufre con ella, goza con ella, se preocupa con ella, espera con ella. Y lo hace, si es necesario, concretamente, con obras. Un amor, por lo tanto, no sencillamente sentimental, no sólo de palabras.
Un amor por el cual se ama a Cristo en el hermano y en la hermana, recordando sus palabras: “Conmigo lo hicieron”[3].
Es un amor, todavía, que tiende e la reciprocidad, a realizar, con los otros, el amor recíproco.
Es este amor que, siendo expresión visible, concreta, de nuestra vida evangélica, subraya y da valor a la palabra que después podremos y deberemos ofrecer para evangelizar.
«He venido a traer fuego sobre la Tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!».
El amor es como un fuego, lo importante es que permanezca encendido. Y, para que sea así, hace falta siempre quemar algo. Ante todo, quemar nuestro yo egoísta, y esto se hace porque, amando, estamos proyectados en el otro: o en Dios, cumpliendo su voluntad, o en el prójimo, ayudándolo.
Un fuego encendido, aunque sea pequeño, si es alimentado, puede llegar a ser un gran incendio. Ese incendio de amor, de paz, de fraternidad universal que Jesús trajo a la Tierra.
Chiara Lubich
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