Los discípulos le hacen a Jesús un pedido que los angustia. Ellos también han vacilado. ¡Cuántas veces encontramos en el Evangelio que él les reprocha su poca fe! El mismo Pedro, la “piedra” sobre la cual Jesús edificaría su Iglesia, fue tratado de “hombre de poca fe”. Jesús tuvo que pedir por él, para que su fe no flaqueara.
En realidad el pedido de aumentar la fe es una invocación de todos los cristianos porque, en la vida de cada uno de nosotros, puede haber oscilaciones. Incluso Santa Teresa de Lisieux, por más que a lo largo de toda su vida mantuvo una profundísima relación filial con Dios, en los últimos dieciocho meses se vio asediada por la “prueba contra la fe”: ella misma cuenta que tenía la impresión de que un muro se elevara hasta los cielos y cubriera las estrellas.
«Auméntanos la fe»
Lo cierto es que, aún sabiendo que Dios es Amor, muchas veces vivimos como si en esta tierra estuviéramos solos, como si no existiera un Padre que nos ama y nos cuida; que conoce todo de nosotros ¡hasta cuenta los cabellos de nuestra cabeza!; que hace que todo contribuya a nuestro bien: tanto lo bueno que hacemos como las pruebas que pasamos.
Tendríamos que poder repetir como propias las palabras del evangelista Juan: “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”.
En efecto, creer es sentirse mirados y amados por Dios, es saber que cualquier pedido nuestro, cualquier palabra, cualquier gesto, cualquier acontecimiento triste, alegre o indiferente, cualquier enfermedad, todo, todo, todo, tanto esas cosas que nosotros llamamos importantes como las mínimas acciones, pensamientos o sentimientos, todo es mirado por Dios.
Ahora bien, si Dios es Amor, la confianza plena en él no es más que una consecuencia lógica. Podemos entonces tener esa confidencia que nos lleva a hablar a menudo con él, a exponerle nuestras cosas, nuestros propósitos, nuestros proyectos. Cada uno de nosotros puede abandonarse a su amor, seguro de ser comprendido, confortado, ayudado.
«Auméntanos la fe»
Ante el pedido de los discípulos, Jesús responde: “Si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: ‘Arráncate de raíz y plántate en el mar’, ella les obedecería”. Jesús no pide una fe más o menos grande, sino auténtica, basada en él, del cual se puede esperar todo, sin contar únicamente con las propias capacidades.
Si creemos, y creemos en un Dios que nos ama, toda imposibilidad puede superarse. Podemos creer que se “arrancarán” la indiferencia y el egoísmo que suelen rodearnos y que se oculta también en nuestro corazón; que se resolverán situaciones de conflicto en la familia; que nuestro mundo se encaminará hacia la unidad entre generaciones, entre categorías sociales, entre cristianos separados por siglos; que florecerá la fraternidad universal entre los fieles de las distintas religiones, entre las razas y los pueblos… Podemos creer también que esta humanidad nuestra llegará a vivir en paz. Sí, todo es posible, si le permitimos a Dios que actúe. A él, el Omnipotente, nada le es imposible.
«Auméntanos la fe»
¿Cómo vivir esta Palabra de vida y crecer en la fe? En primer lugar, pidiéndola, especialmente cuando sobrevienen dificultades y nos asaltan las dudas: la fe es un don de Dios. “Señor –podemos pedirle–, haz que permanezca en tu amor. Haz que no viva ni un instante sin que sienta, que advierta, que sepa por mi fe, o también por experiencia, que tú me amas, que tú nos amas”.
Y luego podemos vivirla amando. A fuerza de amar, nuestra fe se volverá inquebrantable, solidísima. No solamente creeremos en el amor de Dios, sino que lo sentiremos de manera tangible en nuestra alma, y veremos realizarse “milagros” a nuestro alrededor.
Eso es lo que experimentó una joven de Gran Bretaña: “Cuando mi madre me comunicó que había decidido dejar a papá y mudarse a otro departamento quedé casi desesperada, shockeada por la noticia, pero no le dije nada. En otras ocasiones habría buscado alguna excusa para escapar o me habría encerrado en la habitación a escuchar música, pero esta vez estaba decidida a vivir el Evangelio y me sentía llevada a permanecer allí, en medio de ese sufrimiento, y declararle mi ‘sí’ a la cruz. Para mí era una oportunidad de creer en su amor más allá de cualquier apariencia. A partir de ese momento traté de escuchar a mamá con amor cuando se desahogaba de todo lo que tenía que decir de mi padre, y de dejar mi opinión de lado. Traté también de encontrar la manera de estar cerca de mi padre.
Pasaron unos meses y cuando mis padres ya estaban volviendo a reconstruir la relación entre ellos, me sorprendió una frase de mamá: ‘¿Recuerdas cuando te dije que me habría separado? Tu reacción me hizo pensar que estaba tomando una decisión equivocada’. Yo no le había dicho nada, solamente un ‘sí’ a Jesús en silencio, segura de que él se habría ocupado de todo.”
Chiara Lubich
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